miércoles, 17 de septiembre de 2014

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El otoño siempre fue mi estación favorita, recuerdo la sensación de abrazo cálido —sí, cálido— de las mañanas que aclaran más tarde y la caminata hacia el colegio a los siete años, pateando hojas muertas, mirando a los porteros baldear las calles, para finalmente llegar temprano y sentarme a esperar en algún escalón de edificio a que la escuela abriera las puertas.

El otoño, en cierta medida, siempre me acompañó en los momentos más solitarios. Las dos muertes familiares que más me marcaron ocurrieron durante otoños sucesivos, y de alguna manera, la estación fue entonces —y sigue siendo, supongo— la huella de una presencia superior que no tiene voluntad ni propósito, pero que, poniéndonos líricos, podría decir que me conoce y me reconoce en su semejanza.

La primavera, en cambio, siempre coincidió con momentos de una gran fuerza vital. En la primavera del ’89 me enamoré por primera vez. Estaba a un mes de cumplir los 13 años, en una plaza, con mis amigos de la escuela, cuando la chica que me gustaba se puso detrás de mí y me volcó con toda parsimonia un vaso de coca cola en la cabeza. Después salió corriendo. Buscaba que la persiguiera. Yo la quería matar por el enchastre, pero también quería otra cosa, no terminaba de saber cómo ni del todo qué, pero fue la primera vez que me reventaron las pulsaciones y no pude dejar de pensar por meses en una chica.

Curiosamente, todos los proyectos laborales o artísticos en los que me metí de lleno y todas las relaciones de pareja que fueron importantes en mi vida comenzaron siempre en verano, pero la campaña para lograr que sucedieran, siempre arrancó con un momento de claridad que sucedía durante la primavera. También fue en la primavera del 2007 cuando decidimos con mi novia de entonces que nos íbamos a vivir juntos unos meses después, y aunque nos consumió alguna de las formas de la entropía —para separarnos en el otoño de 2011—, aquellos meses de planificación de convivencia los recuerdo como particularmente felices.

Y después, durante el 2013, viví la primavera más dura que me haya tocado nunca. Algunos de mis amigos lo supieron, quizás por indicios más que por declaraciones altisonantes, porque ni siquiera tenía las palabras para contarlo. Estaba partido, buscando esa esquina en la penumbra donde nadie me preguntara nada, y yo pudiera mirar las horas pasar. Un lugar en el que pudiera dejar de tomar decisiones por un rato.

Hoy, llegando a la siguiente primavera, y con todo lo que me falta todavía, vivo los días que hace un año no me atrevía siquiera a imaginar. Durante el otoño me hice fuerte como pude y una renovada vitalidad me acompaña ahora, como durante aquellas otras primaveras de adolescente, una sensación de inevitabilidad de algo bueno, como si el paso fundamental ya estuviera dado y ahora los vientos, de a poco, soplaran a mi favor. 

 
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