sábado, 28 de febrero de 2015

| odilon |




«Juntas dos cosas que no se habían juntado antes. Y el mundo cambia. La gente quizá no lo advierta en el momento, pero no importa. El mundo ha cambiado, no obstante.»
Eso dice el comienzo de la primera de las tres partes que conforman el último libro de Julian Barnes.

Libro que retomé hace un rato, que había dejado a medio leer el año pasado, quizás por incapacidad de enfoque, tal vez por exceso de adrenalina, no lo sé. Desde hace unas semanas, sin embargo, vengo devorando libros como hacía años que no me pasaba. Oculto y postergado en una pila estaba Barnes. El reencuentro se perfilaba cálido y amable, como ocurre con un viejo amigo. Apenas dos páginas después del punto en el que se había fosilizado el índice, me encontré una mención al pintor Odilon Redon.
Lo había olvidado, ¿cómo podía haberlo olvidado? Nuestro descubrimiento en la Avenida Corrientes, allá por el 2007. Mirábamos libros de arte, pasando por lugares relativamente comunes: Gauguin, Monet, Kandinsky. Y de repente, ese libro negro con el cíclope en portada. Un nombre que ninguno de los dos había escuchado jamás: Odilon Redon. Dejaste a varios de los sospechosos de siempre para enamorarte de ese estilo que parecía, en cierto modo, lejano a todo tiempo, a toda cronología. Juntamos billetes entre los dos y lo llevaste.

«Juntas dos cosas que no se habían juntado antes; y a veces funciona y otras veces no.»
Eso dice el comienzo de la segunda parte del libro.

Yo nunca creí, ni por un minuto, que las relaciones fracasen. Es una mirada materialista. Las relaciones suceden; lo intenso y lo genuino, lo que no se parece a un simulacro, ocurre durante un tiempo; una noche, un mes, diez años: es irrelevante. Las cosas terminan. No se puede evaluar una relación por el nivel de las bajezas en que las partes incurren en el momento que rodea a la desidia final; creo que más bien al contrario, el tenor de un vínculo debería medirse por la altura que dos personas alcanzan juntas durante los momentos más fértiles.
Hoy encontré esta mención a Odilon Redon. Creo que lo había olvidado, aplastado él y su cíclope por tanta vida durante estos últimos años. Las fechas son datos, los datos son el ancla del pasado, desde dónde se reconstruye lo que de otra manera no sería más que una bruma de percepciones a media opacidad.
Vengo a encontrar el nombre de aquel pintor anacrónico en las páginas de un libro que retomo justo cuando comienza a correr el día de tu cumpleaños. Creo en las casualidades, no creo en los llamados cósmicos. Y creo que alguna vez fuiste la mujer de mi vida, y luego nos separamos y cada uno siguió su camino. Creo que es posible que en alguna librería de la Avenida Corrientes, otra pareja, jóvenes ellos como lo fuimos nosotros, repase en este mismo momento las reproducciones de Odilon, incapaces de disimular la sorpresa, sonriendo en alguna clase de complicidad efímera.

La tercera parte del libro de Barnes dice:
«Juntas a dos personas que nunca habían estado juntas (…) Después, tarde o temprano, en algún momento, por una razón u otra, una de las dos desaparece. Y lo que desaparece es mayor que la suma de lo que había. Esto es quizás matemáticamente imposible, pero es emocionalmente posible.»


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jueves, 5 de febrero de 2015

| ofrenda |





     Supongo que todo —seamos indulgentes, por un momento, con ese todo utilizado de manera tan arbitraria— empezó cuando en el año 2013 se cortó mi racha de terminar una novela al año, suerte de tradición que mantenía desde el 2008.


    Ahora suena ridículo, pero entonces parecía un golpe tremendo a idea de continuidad literaria, de cierto ejercicio inquebrantable en la constitución de una obra a través del tiempo. Terminé ese año con una infecciosa sensación de derrota, ya que había comenzado al menos unos cinco proyectos que fueron quedando en el camino, a medio realizar. 
    De todos aquellos intentos, un manuscrito en particular me quedó varado cuando llevaba un 90% escrito. Sé que suena ridículo, pero más fuerte que mi obsesión por terminar una novela al año, era (y sigue siendo), la necesidad de tener algo que explorar a través de la prosa, un terreno que suponemos en algún sitio pero cuyas coordenadas no nos han sido confirmadas, o mejor aún, posiblemente no exista por fuera de esta imaginaria cartografía, pero la escritura está guiada por ese fin, por una búsqueda cuyo principio de incertidumbre debe irse ampliando, no reduciendo: a medida que se avanza sobre la trama, a medida que los personajes encuentran sus finales, yo necesito sentir que he multiplicado las preguntas, que finalmente tengo las preguntas correctas. De eso se trata: respuestas encuentra cualquiera. 
      Así que nunca terminé aquella novela.

    En el 2014 arranqué con un proyecto nuevo, febril en el mejor de los sentidos, de esos que te convocan a escribir y que no te sueltan, que abren grietas en tu sentido de la comprensión de las cosas y la exploración de esas grietas se vuelve el aliciente para poner palabras sobre papel. Terminé la novela unos seis meses después, un libro de 250, 300 páginas, y empecé de inmediato otra. 
    Pero desde entonces, superado el incidente del 2013, vengo pensando en el sentido utilitario de las publicaciones. No hay nada como publicar tu primera novela: es una sensación única, ves concretado en un objeto tangible todo un mundo que estaba en tu cabeza y luego en algún recoveco de tu disco rígido. Y luego te publican más, y es grato y por momentos se siente como un eco de aquella primera vez, pero empieza a existir una especie de relación un tanto despótica entre lo que se escribe y la necesidad de que lo escrito produzca una utilidad: no hablo necesariamente de dinero, sino de la idea de que un libro debe llegar a la mayor cantidad de gente posible. Lo cual tiene su lógica, la cual es obvia, pero no necesariamente única.
    A lo que me refiero es a que últimamente me seduce la idea de escribir novelas para casi nadie. No me refiero a reemplazar el fin, me refiero a complementarlo: uno sigue escribiendo ciertos libros que irán a publicarse por editoriales que harán luego lo propio por difundirlos, por hacer que lleguen a la mayor cantidad de lectores posibles. Pero hablo de otra cosa, de complementar esas publicaciones con otras, con libros que uno considere marginales (no inferiores, marginales) y que quizás sólo apetezca publicar en una tirada ínfima, porque tal vez uno solamente quiere compartir esa porción de su universo con un número muy breve de personas. Mejor todavía, llegar a la novela de la que sólo se produzca un ejemplar, regalarle ese libro trabajado y transpirado a una sola persona, como hace un pintor con su cuadro, un objeto único, como hace un escultor. Escribir no para alguien, sino reducir la circulación a una sola persona. Poder decir este libro es para vos, y ese libro, esa pequeña porción de un universo más rico y más desperdigado, sea una especie de ofrenda única.

    Se es escritor porque se escribe —se trenza uno con la palabra para intentar traducir sensaciones, imágenes, percepciones—, porque se produce una obra a lo largo de los años, no por la cantidad de publicaciones o reseñas que se consiguen. Entonces, creo, cabe imaginar la posibilidad de encarar la obra propia como un continente en el cual hay países vastos, enormes, de los que todos tienen conocimiento. Y pequeñas ciudades, o mejor, pueblos, campiñas, que el mundo en su mayoría desconoce, y que con el tiempo serán o no parte del mapa definitivo.

    Una vez, un escritor, no recuerdo ahora quien, consultado sobre la razón por la cual rechazaba contratos para reeditar algunos libros viejos, decía: No adscribo a la tiranía del mercado, la gente está acostumbrada a que si hay demanda, si puede pagar, obtendrá lo que desea; bueno, este libro, por más dinero que tengas, no podrás obtenerlo. ¿Hay algo más democrático que eso?


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