martes, 19 de julio de 2016

| padre |




Con el tiempo, a medida que pasan las fechas de festejo, estas son las cosas que recuerdo de mi padre.

Que sabía quedarse en segundo plano cuando era necesario, no porque quisiera evitar ser centro de atención, sino porque sabía que muchas veces es más interesante escuchar al otro que escucharse a uno mismo.

Que no por eso se privaba de soltar un vendaval de opiniones categóricas si la situación lo ameritaba. 

Que para él todo dinero era siempre circunstancial: nunca se acordaba de reclamarte un préstamo, no por mala memoria, sino porque quizás se preocupaba más por tus necesidades que por las propias.

Que disfrutaba más regalándote algo un día cualquiera porque sí que en las fechas de cumpleaños y parafernalia afín.

Que sin decirlo, te enseñaba que la nobleza no era negociable. Y tampoco era un código. Era una ética totalmente customizada, pero coherente, su espina dorsal de valores.

Que su ética implicaba que al traidor y al abyecto no se le pega cuando está en el piso. Tampoco se le tiende la mano. Uno sigue su camino ocupando su tiempo en la gente valiosa.

Que repetía una idea que me gustaba mucho: en cualquier situación social, la persona de la que todos hablan mal es seguramente una de las que vale la pena conocer bien.

Que nunca se dejaba definir por lo que los demás dijeran de él; prefería callar y dejar que corriera la marea de improperios. Sabía que casi nadie te pide disculpas de verdad y por eso tampoco las esperaba.

Que leía mucho pero doblaba los libros por todas partes. Un día le regalé una veintena de señaladores para que usara cuando leía los libros que le prestaba yo. 

Que se tomó en serio lo de cuidar mis libros aunque no cuidara los suyos.

Que cuando publiqué mi primer volumen de relatos me mandó un mail detallando cuento por cuento lo que le había gustado y lo que no. Sin condescendencias.

Que un día me reveló, poco antes de su muerte, que llevaba, doblado, un poema de Benedetti en la billetera. A mí me pareció cursi, pero me gustó el gesto. Me gustó que no se excusara por sus elecciones. Me gustó que todavía a los cincuentaypico tuviera facetas que yo no conocía.

Que tenía debilidad por el Poli.

Que se murió un poco cuando falleció mi hermano.

Que fuimos juntos a reconocer el cuerpo y bajo un sol rasante de otoño fuimos, por un rato al menos, iguales. Pares, sin jerarquías.

Que era un trabajador incansable y obsesivo, y no era una cuestión ética, era simplemente que no sabía hacer su trabajo de otro modo.

Que soñaba con escribir un libro cuando se jubilara: se iría a algún lado lejos y se pondría a producir esa novela cuyo argumento jamás me contó. 

Que vivió una vida equivocada, que nació de una madre que no quería ser madre y que lo crío luego una tía que hubiera querido ser madre; que se enamoró de la mujer equivocada, que para peor se casó con ella, que en cierto modo, tuvo los hijos equivocados, yo entre ellos, y que en sus últimos años pudo/pude llegar a desmitificar todas estas ideas. Y fue entonces que terminamos de ser padre e hijo.


#


lunes, 20 de junio de 2016

| guardia |




Nunca conté esto, pero empecé a escribir Un lugar donde no haya literatura (una novela que en estos días estoy corrigiendo) porque tenía miedo de que una amiga se suicidara.


Corría febrero del 2014. Hablaba con ella vía Skype un par de veces al mes y cruzábamos mensajes casi a diario por whatsapp. Habíamos tenido una especie de presunción romántica que no había llegado a buen puerto. Pero permanecimos en contacto.


Ella vivía lejos, a más de diez mil kilómetros. A principios de aquel febrero insólitamente fresco, me contaba con voz cansina que tenía ganas de terminar con todo. No era una amenaza o una manipulación, era un desgano absoluto, y durante aquellas charlas lo más preocupante era el tono de desinterés en sus propias palabras.


Así que durante casi todo febrero cambié mi hábito horario. Ajusté mi reloj a las coordenadas temporales de la ciudad donde ella vivía (y vive aún). Eso implicaba acostarme a eso de las 8 de la noche y levantarme a las 3-4 de la mañana. Yo todavía vivía en una casita en las afueras de La Plata, en un zona casi despoblada.

Esa era mi guardia: yo dormía mientras ella dormía, y estaba despierto mientras ella estaba despierta. En mi cabeza tenía sentido. Después del mensaje de whatsapp de desayuno, cuando ella se iba a la oficina que detestaba, yo me quedaba escribiendo. Así nació esa novela, Un lugar donde no haya literatura, que habla, entre otras cosas, del suicidio, la soledad y los agujeros en la memoria.


Hay un fervor curioso, un temor sensible, un exorcismo de lo posible a través de la escritura, en la primera mitad de la novela, que escribí en un tiempo record durante ese febrero. Me es imposible leer el manuscrito y no sentir que todavía soy aquel que teclea sin parar mientras afuera amanece pasivamente.


En marzo de ese 2014, de a poco las cosas se fueron acomodando y las guardias de madrugada se volvieron innecesarias. Ella empezó a levantar y al mes yo me estaba volviendo a vivir a Capital después de seis años.


Con media novela bajo el brazo.


 

#