martes, 26 de enero de 2016

| cuaderno |




El domingo a la noche encontré un cuaderno que creía perdido para siempre. En él están, con una prolijidad que me produce una ternura inmensa, muchas canciones que escribí desde 1993, que fue el año en que comencé a tocar guitarra.
Ese era yo entonces: con dos clases encima y apenas pudiendo tocar tres acordes, ya trataba de componer canciones. En realidad, esa había sido siempre la motivación para aprender: las canciones, tocar las que me gustaban, de mis bandas favoritas, cantarlas con amigos o novias, y probar de escribir mis propios manojos de frases cursis, que generalmente transitaban entre odas melosas/románticas y algo así como marchas de protesta. Entre «Everybody Hurts» y «Gimme Some Truth».


Cuando repaso la prolijidad con la que anotaba las palabras y los acordes (las melodías siempre las recordaba de memoria y durante mucho tiempo no supe notación musical) comprendo la seriedad que implicaba para mí el asunto.
Recuerdo la indignación con mi primer banda porque estaban más interesados en la pose frente a las chicas del curso que en tocar, ensayas y grabar. (Porque sí, existen, en algunos cassettes por ahí, grabaciones de esa banda adolescente que supe integrar liderar, podríamos decir, sin que esto implique gloria alguna).


Pero lo mejor es que las canciones, que he estado repasando mucho estas últimas noches, no estaban tan mal. Eran ingenuas pero no más ingenuas que cualquier canción de los Beatles o Serú Girán, para el caso. Hay una verdad esencial sobre la persona que yo era y todo lo que quería expresar en esos temas. No soy tan diferente hoy en día, pero seguramente soy menos libre, porque me daría alguna vergüenza expresar las cosas de manera tan directa e inocente. 


Alguna vez cuando le preguntaban qué tenía de diferente el Charly de ahora del de la época de Sui Generis, García dijo: "Antes sabía menos acordes. Y sabía más acordes". No sé exactamente qué quería decir Charly, pero sé que se aplica a mí. Había un conocimiento nada despreciable previo al manejo de la teoría musical, o digamos que, en cierto modo, esos acordes retorcidos que uno no sabía cómo resolver generaban caminos imprevisibles, distintos a los que naturalmente se producen cuando uno aprende las formulaciones de los últimos 250 años.


Lo mejor son las canciones hijas de la fascinación. Cada verso que remite a una chica en particular, una novia o una simple infatuación de verano. Cuando toco las canciones, se me hacen presentes las caras como si las hubiera visto ayer. 
Pero no todo el material es tan viejo. Ese cuaderno me acompañó mucho tiempo y la canción más reciente de este lote, la última que llegué a completar en esas páginas hace poco más de una década, habla de la fuerza de una relación que había cumplido 5 años. Fue escrita al borde de un lago en Bariloche, con el atardecer de fondo y una guitarra acústica. 
Yo estuve ahí, en ese lago, y escribí esa canción lleno de dudas acerca de la solidez de esa relación, pero queriendo tirar, a fuerza de acordes empecinados, hacia adelante, hacia un lugar mejor.
 

Lo que me emociona, al agarrar la guitarra hoy y cantar las primera canciones, las más viejas, es comprender que hay una intensidad en esos versos y esas melodías. La misma intensidad que busqué luego en la composición de la imagen cinematográfica y la fuerza del párrafo literario. Son todas facetas de la misma cosa y la cosa es ese espacio curioso y metafórico que pareciera una membrana a través de la cual intercambiamos ecos de un mensaje original ininteligible, todos los demás y yo, aquel o este de ahora.



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