viernes, 30 de mayo de 2014

| postales de un viaje con-secuencias |



[Entre Rio de Janeiro y Minas Gerais; con el escritor Ramiro Sanchiz, la editora Livia Deorsola y los catedráticos Juan Pablo Chiappara, Aitor Rivas y Mariana Petitti].

Uno. Parando en la ruta, yo sin dinero encima —Ramiro me insiste con que tenemos que comer y me dice que invita él, que no me ande con estupideces y pida algo suculento. Llevamos pocas horas en suelo brasilero y nos sentamos en un bar local de ínfulas alemanas. Livia nos dice que no nos dejemos engañar, que el lugar no tiene nada de autóctono. Nosotros nos dejamos engañar gustosamente, tanto por el simulacro como por la realidad, sospecho.

Dos. Demoliendo hoteles —La vista con la ciudad a un lado y el cerro de fondo me impacta como un golpe a la boca del estómago. Hay una belleza desbordante en el ambiente, algo que supongo tiene acostumbrados a los residentes, pero que se siente como un inmediato nuevo hogar, cálido, vital. Aún ahora, días después, semanas después, recuerdo ese momento fundacional y me da un escalofrío nostálgico que tiene que ver con lo maravilloso. A la vez, no hay nadie parado ahí, conmigo, a quién mirar a los ojos y dedicarle una sonrisa inmensa, un ¿vos estás viendo lo que yo estoy viendo?, alguien con quien compartir ese ensayo de momento perfecto. Lo más parecido que logro es una serie de reportes vía whatsapp a gente que duerme en otra esquina del mundo.

Tres. Documentando la identidad nacional —Tenemos que cobrar un dinero que nos han asignado y Juan Pablo —alma máter del evento— nos pide que tramitemos los papeles. En medio de la burocracia bancaria, yo saco un billete de cien en lugar del documento y todos me miran entre el horror y la risa. ¿A quién querés coimear?, me pregunta Juan Pablo. La fama de los porteños me persigue. Más adelante alguien me dirá que yo no represento al típico argentino, y que Ramiro parece más porteño que yo.

Cuatro. Almorzando en Cedrus —Ramiro come un poco de todo, con otro poco de todo al lado y más todo encima. Hay algo perfectamente adolescente en su disfrute de la comida, me parece entrañable el entusiasmo que tiene por el desayuno, almuerzo, medias mañanas, tentempiés, coffee breaks, cenas, snacks. Cuando dejemos el hotel, unos días después, su cuenta será más abultada que la mía porque habrá saqueado el minibar de su habitación más de una vez. Me cruzo con Juan Pablo mientras esperamos que pesen nuestros platos (se paga por kilo la comida, después de que uno pasa por unas mesas en las que puede servirse lo que guste); él se esfuerza tanto porque estemos a gusto que es imposible no sentirse halagado, y a la vez, un poco un fraude (¿desde cuándo ameritamos tanto gesto un par de pelagatos como nosotros?).

Cinco. Haciendo amigos por el mundo —Aitor y Mariana son españoles en Brasil (aunque ella nació en Argentina) y creo que apenas han pasado diez minutos desde el saludo en la mesa del café del campus cuando estoy seguro de que serán dos presencias insoslayables el resto del viaje. Hablan de sus experiencias enseñando español en Moscú (y me explican que el moscovita es un tipo básicamente desagradable, lo cual me afecta un poco, en ese extraño apego que tengo por la cultura rusa y por la gente desagradable), en Berlín, en Brasil. Me gustan, como identidades separadas pero me gustan como pareja. Reflejan esa unión que uno vincula a la idea de los exiliados: perfectamente elástica a la vez que indestructible. Tal vez se parecen a la pareja que uno quisiera formar, pero mejor todavía, se parecen a la pareja sobre la que uno querría escribir una novela. Son una sonrisa en la fuga del verosímil.

Seis. La música sobrando las barreras del idioma —Una chica de la organización me pregunta por Pearl Jam. No sé cómo llegamos a ese tema de conversación y pronto estoy tarareando mi canción favorita del anteúltimo disco. Ciro, el autor más joven del coloquio literario que nos reúne, me habla de Pink Floyd: ¿cuál es tu disco favorito?, entiendo que me pregunta en perfecto portugués que no manejo. Animals, contesto, y el pibe asiente sonriendo: lo importante está claro, podemos seguir adelante con las pequeñeces.

Siete. Cenando sin que nadie se ofenda —Nos llevan a un restaurant y nos hacen probar comidas y cervezas locales. Todas las cervezas saben bien, nunca probé tantas diferentes sin pasar por una mala. Cuidado que no te vean el vaso vacío, me dice Juan Pablo, acá en Brasil si te ven con el vaso vacío se ofenden. Y la cerveza no deja de llegar durante toda la noche, y Ramiro no deja de hacer chistes malos pero con su tono eternamente jovial, y Aitor no deja de sacar referencias imposiblemente sorprendentes de la galera, y yo no dejo de sentir el abrazo cálido de la noche en Viçosa.

Ocho. Pateando calles con un uruguayo —Ramiro quiere comprar algo para su hija y su mujer. Caminamos la ciudad y encontramos un peluche amable para esa pequeñez que algún tiempo atrás denominé mi “sobrina vocacional”. Hablamos de proyectos literarios, de amigos escritores, de mujeres hermosas y técnicas cinematográficas. Durante la charla me doy cuenta de que desde que lo conocí en 2010, Ramiro siempre ha estado acompañado de Fiorella, mientras que a mí él me ha conocido en pareja o involucrado al menos con cuatro personas diferentes. Supongo que en algún momento, cada uno ha soñado con llevar la vida del otro, después de todo, siempre anhelamos aquello que se nos escapa. En un momento nos dicen que en una galería cercana hacen tatuajes. Yo, que nunca me imaginé haciéndolo, de repente sé que sí, quiero y se me configura en la cabeza qué cosa exacta me tatuaría. Ramiro desiste. Unos días después, me hago ese tatuaje en Buenos Aires.

Nueve. Engañando vendedores —Nos metemos en un supermercado enorme (yo necesito comprar un peine y una libreta, Ramiro quiere comprar cervezas exóticas). Como vengo notando que los vendedores no tienen muy buena predisposición con los argentinos —e indefectiblemente nos detectan con apenas dos palabras—, decido que voy a ser un turista norteamericano y me paso el resto de esa tarde hablándole a los cajeros en inglés, explicando que soy un yanqui que no fala portugués. A partir de entonces, me reciben con mucha mejor voluntad. Soy la música del desatino: un porteño haciéndose pasar por yanqui en suelo brasileño. Y no puedo parar de sonreír.

Diez. Dedicando libros —Tanto Ramiro como yo le obsequiamos nuestros libros a Livia, la editora que comparte nuestras aventuras en Viçosa. Al día siguiente nos reclama las dedicatorias. No sé bien qué pone Ramiro. Yo escribo una de esas dedicatorias extensas por las que soy famoso en algún círculo —tanto que se divide en dos partes, una en cada novela— y Aitor dice que él piensa que estoy escribiendo un prefacio nuevo. Tal vez toda dedicatoria genuina y sentida sea un prefacio nuevo: la relación con los libros no es inmune al modo en que nos llegan.

Once. Recibiendo libros (díptico con la anterior) —A su vez, Livia nos regala libros de la editorial en la que trabaja, unas ediciones hermosas en tapa dura de Cosac & Naify de las novelas de Alan Pauls (en portugués, claro). Con Ramiro nos quedamos conmovidos por el gesto y la belleza del objeto. En esos momentos entiendo cuál es el alcance de las ediciones digitales, muy prácticas, pero absolutamente inviables a la hora de ser un transrecipiente de emociones. Ciertos objetos son como vasijas, llevan impregnadas una carga emocional que se complementa en espejo al ser recibidos.

Doce. Tomando hasta que caiga un uruguayo —La última noche, luego de la cena, vamos a un boliche. Nunca había visto a Ramiro tomar hasta la ebriedad (es igual pero potenciado: hace más chistes y habla aún más rápido). Yo mismo pierdo reflejos, algo que no me ha pasado en años. Luego caminamos hacia el hotel. Ramiro salta, corre, habla y grita en la noche. Yo pienso que voy a extrañar estas nocturnidades a las que ya me he acostumbrado. Unas horas antes, Ramiro me decía que no estaría mal pasarse un semestre dando un curso allá. No, no estaría nada mal. De hecho, la idea es peligrosamente seductora, y por un rato, ambos pensamos posibles mundos alternativos.

Trece. Cantándolo todo de regreso a casa —Con apenas una hora de sueño, nos vienen a buscar al hotel para llevarnos al aeropuerto de Rio. Son varias horas de viaje. Ramiro está con resaca e intenta dormir de a ratos. Yo voy cantando un repertorio clásico y Livia se suma a los coros de «Here comes the sun». Por un rato, no somos escritores ni editores, apenas la reivindicación de una adolescencia lejana que se hace presente de forma natural y toma el viaje por asalto. Ramiro despierta y mira extrañado. La noche anterior cantaba a dúo con Mariana canciones de Maná y Azúcar Moreno. ¿Cómo logró esa mujer que el intelectual montevideano que analiza a Joyce y observa los mínimos detalles de un remaster de Jethro Tull termine a punto de hacer un bis con Alejandro Sanz? Mariana tiene poderes extraños, me parece.

Catorce. Trayéndolo todo de regreso a casa —La noche anterior nos despedimos de Juan Pablo y todos los chicos de la organización. Sobre la madrugada nos despedimos de Aitor y Mariana, arreglando un futuro encuentro en Buenos Aires. Ya en el aeropuerto de Rio, me toca despedirme de Ramiro y Livia —todos tenemos vuelos diferentes— y cuando subo al avión, me quedo inmediatamente dormido. Sé que no es el sueño, no es el cansancio. Al menos, no es sólo eso. Es la primera oleada de nostalgia, porque vuelvo a casa pero una parte mía se queda en Viçosa, en el campus, en el coloquio, con los estudiantes de letras, con Aitor, con Mariana, con Juan Pablo, con Livia. Al menos a Ramiro lo estaré viendo pronto. Y aunque la mitad del tiempo me hace pasar vergüenza, reconozco que lo quiero al uruguayo desquiciado.

Quince. Sintiendo saudade —Un par de días después, habiendo comentado fotos con todos los protagonistas, me persigue esa nostalgia, esa huella. Me mantengo en contacto por mail y redes con la mayoría, y refundamos el cariño con bromas y mensajes. Mariana declara que es de querer insistente. Livia me dice por mail que esa sensación que vengo teniendo, eso que llamo nostalgia, allá en Brasil lo llaman sentir saudade. Será eso, entonces. A la vez, no por haber dejado algo allá he vuelto más vacío: me traigo conmigo algún pedacito de todos ellos. Pienso que es increíble cómo en apenas cuatro días fuimos a un lugar en el que no conocíamos a nadie y de repente algo pasó, se formaron vínculos donde antes no había nada, intercambiamos partículas de ideas y risas y un cariño tan inesperado como genuino. No, no me vuelvo más vacío, me vuelvo con ganas de reencontrarme con todos ellos, con la convicción de que ese encuentro fortuito me ha mejorado de alguna manera. Increíblemente, a la vuelta me siento un paso más cerca de ser la persona que realmente soy.



#


lunes, 26 de mayo de 2014

| pretensión de utilidad |

Hubo un tiempo en el que la escritura fluía, imparable como la cantidad de libros que quedaban agotados sobre la mesa de luz. Luego, comenzaron las publicaciones. La primera, un libro de cuentos, me empujó de manera casi inmediata a mejorarme. Luego, otros cuentos, otras novelas publicadas, fueron sumando ladrillos a una pared que en un momento se plantó frente a mí: ahora hay gente leyéndote. Ese fue el principio de un silencio a medias: muchos comienzos literarios que no fecundaban.

Hasta que el cambio de año me encontró escribiendo con una concentración y un ataque que hacía tiempo no sentía. Creo que tiene algo que ver con que, por primera vez, no me pesa la idea de que lo que estoy haciendo vaya a publicarse tarde, temprano o tal vez nunca. No tengo necesidad de saber que será un libro y que llegará a muchos lectores. Sé que estoy produciendo en cantidad, y que es probable que una parte de eso nunca sea leída por nadie, y —como nunca antes  está bien. Al dejar de lado el objetivo de asegurar la publicación, escribo con una energía renovada, con el gusto de sentir la escena, como hace rato que no me pasaba.
Caminar durante el atardecer todos los días durante los últimos meses ha contribuido también, casi como metáfora, porque no camino para ir a ninguna parte, no hay fin práctico, solo el placer del andar, de despejarme de algunas ideas mientras me tropiezo con otras. Hay algo completamente liberador en el sacarse de encima toda pretensión de utilidad.


#