Conocí a una
mujer que sabía siempre dos cosas más que yo. Su sonrisa, lúcida y radiante, me
embriagaba de referencias que sonaban majestuosas, quizá indecentes. Una tarde,
muchas tardes, me explicó mis propias ideas y entendí con sencillez lo que
siempre me había parecido indescifrable. Estas palabras no le hacen justicia.
Si yo pudiera definirla en apenas unos párrafos, uno de los dos sería un
mediocre.
De alguna
manera, todo lo que había escrito hasta entonces había sido la prolongación del
deseo de tocarla, y desde entonces no escribo más que por la nostalgia de
haberla tenido. Todas las palabras, aquellas y las que vendrán, son apenas una
reverencia, algo que no fue verdad ayer ni lo será mañana, pero es
categóricamente cierto en este instante.
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