jueves, 31 de diciembre de 2015

| 2015 |




Creo que durante este año aprendí que no soy tan parcial a la palabra amistad. Son tiempos en los que esa palabra se utiliza para denominar casi cualquier relación que no sea familiar o romántica. Todo el mundo es un amigo, y por lo tanto, nadie lo es.


Y también porque empecé el año con grandes decepciones por ese lado, tema en el que no abundaré excepto para decir que aprendí con ciertos sacudones a valorar más los vínculos sanos, y quiero enfatizar esta palabra: sano. Sano en el sentido de gente que hace su camino, al igual que uno, que se detiene en algunos de los mismos descansos, gente que no pretende de uno más que ese intercambio que fluye de manera natural, sin necesidad de forzar que las cosas sean de un determinado modo; personas que te manifiestan su afecto por alguna razón que parece inexplicable y al mismo tiempo, personas por las que uno siente un inmenso cariño sin que medie una razón necesariamente lógica. Sanos en el sentido también de maduros: ser capaces de entender que el otro es, justamente, otro, alguien que no tiene necesariamente las mismas ideas o los mismos comportamientos, la misma lógica ni las mismas virtudes ni los mismos defectos. Sanos porque son afectos que simplemente suceden y no tienen otra finalidad.

Durante ese año encuentro grandes momentos con mucha gente querida. Los tristes abrazos poselectorales con Laura Ponce. El debut musical de Paula Acuña, una estampa sorprendente e inolvidable. Las charlas a deshoras con Cecilia Solana, que se dan sólo un par de veces al año, pero son siempre significativas. Las salidas de Laura Alejandro, con su humor misterioso e imprevisible. El poema escrito en honor de mi cumpleaños por el gran Esteban Moscarda (un highlight imperecedero). El dúo de guitarras con Valentina Vidal en mi cumpleaños, y las charlas con PJ Harvey y Thom Yorke de fondo. El entusiasmo de Fernando Pedernera, que se quiere llevar el mundo puesto montado sobre un corcel de palabras, y tiene un universo entero en su cabeza que cuando plasmado en una novela, será la delicia de los lectores inquietos.

Nunca me gustó el título de “mejor amigo”. Ni siquiera en la adolescencia, me parecía un criterio que cerraba puertas en lugar de abrirlas. Y también quizás intuía ya entonces que estas amistades no son necesariamente duraderas —ciertamente no son eternas— ni incondicionales. Pero, si tuviera que hablar de la sensación de un par formidable, de un vínculo noble y sólido, creo que la primera persona que me viene a la cabeza es Ramiro Sanchiz. Es curioso que sea así porque nos vemos quizás 2 o 3 veces por año como mucho. Y sin embargo, lo que empezó como un ida y vuelta de lecturas y cierta admiración —en mi caso— literaria, se convirtió en una especie de comunicación constante por varios vehículos diferentes: emails, Facebook, audios larguísimos de whatsapp, y sí, por supuesto, el ocasional encuentro, que generalmente implica una larga caminata de una punta de la ciudad a la otra.

Ramiro tiene una capacidad impresionante para ser una voz racional en los momentos complicados, lo que no es poco. Alguien que en el medio de cualquier escándalo o bruma sabe poner dos sobre dos y explicarte cualquier situación de un modo desapasionado, algo que me parece admirable porque la pasión no siempre es una virtud. Es un par también porque, al igual que yo, prefiere meterse en el barro por sus convicciones antes que mantener una diplomática apatía. Esto nos trae problema a ambos a cada lado del Río de la Plata y este año quizás nos haya hermanado de un modo importante cuando me tocó a mí estar en el barro. Y porque compartimos una saludable fascinación por el descubrimiento y el redescubrimiento (musical, literario, cinematográfico, filosófico). Y porque no conozco otra persona con la que se pueda hablar durante media hora de las diferencias de ecualización en dos ediciones diferentes de un mismo disco.


También, y antes de terminar con el barro, recuerdo una charla de al menos una hora u hora y media con mi padawan, Agostina Derossi, que quería agarrarse a piñas con alguna gente nomás por haberse metido conmigo. Esa charla, en la que tuve que terminar yo calmándola a ella, y, unos meses después, la escolta compañera a Haedo para escucharme leer en un evento literario (humor negro incluido en el tren) fueron dos de los grandes momentos de este vínculo tan improbable como real.


Mi relación con Elena Massa es tan extraña como esencial a la persona que soy hoy. Casi dos décadas atrás nos cruzamos y desde entonces hacemos ruta, a veces hombro a hombro, a veces con algún alejamiento necesario, y digo necesario porque es el único caso que conozco de una relación que nunca se estancó en un determinado punto: hemos ido cambiando, cada uno a su manera, y tenemos mil ideas diferentes y concepciones sociales y políticas y filosóficas que muchas veces están en las antípodas y lo único que ha sucedido es que aprendimos a ejercer una tolerancia muy sincera, y creo que esto no sucede tan seguido con la gente. Ele es también una de las pocas personas, quizás la única, que no sólo conoce mi esencia, sino mi esencia-a-través-del-tiempo, es alguien que sabe quién fui y quien soy y puede reconocer las diferencias incluso tal vez mejor que yo. De este año recuerdo con especial cariño un encuentro en la ciudad de La Plata, quizás porque vimos una película muy mala y la pasamos genial riéndonos de eso, quizás porque justamente nuestra relación es, como el cuento de Fogwill, la larga risa de todos estos años.


Y por último, el 1ero de enero de 2015 yo era el editor de la siguiente novela de Christian Broemmel. A las 3 semanas, por una situación imprevista, yo me queda sin tener donde vivir y Christian me ofreció su casa. Pero hay formas y formas de ofrecer. Alguien te puede ofrecer algo de un modo amable y decirte, sin palabras, sólo con el tono, que estaría gustoso de que NO aceptaras, pero sabe que debe decir las palabras porque es lo que corresponde. Christian en ningún momento fue amable o diplomático. Fue de insistir con vehemencia hasta el hartazgo y más allá, cosa completamente necesaria por mi manera de ser y mi renuencia a aceptar algunos buenos gestos ajenos. De aquellos meses que pasé en su casa, de las tantas charlas en la mesa, cerveza por medio, donde se hablaba de todo aquello que dos hombres pueden hablar (y muchas veces también de todo aquello que dos escritores pueden hablar), rescato sobre todo esa especie de callada tristeza el día que finalmente me fui. “Ahora no quiero que te vayas”, dijo algo cabizbajo, dejándose ser algo así como un chico grande. Hay una especie de generosidad callada, que en ningún momento anota en el debe y el haber y, en mi cabeza, se vincula con la nobleza real, de la que Christian está investido. Y también hay una capacidad lúdica que se retroalimenta en los juegos de palabras, y las ideas delirantes que cruzamos entonces (y también después) y el constante chantaje amistoso de reclamar una anécdota contada por el otro para usarla en una ficción propia. Y, no es algo menor, fue en esa pieza al fondo de su casa donde pude ordenar mi año y también un poco mi vida, y donde también nació Décima editora como entidad real y definitiva.


Son muchos los vínculos afectivos que se entraman en mi vida cotidiana y apenas me detuve en algunos. Pero si bien es innegable que jamás fui tan viejo como hoy, último día de 2015, también estoy seguro de que estoy mejor acompañado que nunca. Y así es como se hace inmensamente más tolerable seguir la ruta cuando cansa, pero también mucho más disfrutable cuando entusiasma.


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viernes, 4 de diciembre de 2015

| mercurial |




adj. Del dios Mercurio, mensajero de los dioses, o relativo a él. Se usa comúnmente para aludir a algo o alguien errático, volátil o inestable, y deriva de los rápidos vuelos de Mercurio de un lugar a otro.

1.
En una entrevista allá por los años ’90, Roger Waters dijo que John Lennon y Freddie Mercury tal vez hayan sido los dos mejores compositores de canciones dentro del ámbito del rock. Mientras que el enlace entre Lennon y el bajista de Pink Floyd es evidente, el vínculo se vuelve más curioso con Mercury, que como figura mediática era casi lo opuesto a Waters. Por otro lado, hay un interés por la teatralidad del rock (evidente en The Wall sobre todo) que puede arrojar un primer punto en común entre ellos.


2.
Queen es una de esas raras bandas en las que los cuatro miembros son buenos en sus respectivos instrumentos y más todavía, son músicos más allá de sus instrumentos. Mercury era un pianista más que eficiente, con un estilo muy percusivo que se entramaba a la perfección con el bajo y la batería. Basta escuchar el megaconocido «Bohemian Rhapsody» prestando atención a cómo el bajo apuntala la mano derecha de Mercury, mientras Taylor, en la batería, compone una serie de rellenos de acuerdo a los patrones rítmicos marcados por el piano.
 



3.
Freddie Mercury compuso varios de los temas más conocidos de Queen, aunque no necesariamente algunos de los que suelen estar asociados a su impronta. Sin embargo, la persona que hace posible la continuidad de Queen a través de los años es Brian May, probablemente uno de los tipos más decentes en la industria del rock, capaz de pelear por sus ideas pero a la vez comprender y compensar el ego mastodóntico de Mercury. Con otro guitarrista de perfil más alto, Queen no habría existido como banda más allá de los primeros 5 discos. La mayoría de los éxitos de los ’80, incluyendo «Radio Ga Ga», «A Kind Of Magic», «I Want To Break Free» y «Another One Bites The Dust» fueron compuestos por Taylor y Deacon.

4.
Esto no quiere decir que no hubiera fricciones y problemas de ego en la banda. Más allá de las internas que son propias de todas las historias del rock, en el caso de Queen, durante la grabación de A Kind Of Magic (1986) se llegó al extremo de contratar a dos productores diferentes, uno para las canciones de Mercury y Deacon y otro para las de May y Taylor.

5.
Si el disco Mr. Bad Guy (1985), primer intento solista de Mercury, hubiera sido un éxito, probablemente Queen hubiera, como mínimo, pasado a ser un proyecto secundario para el cantante. Pero en su momento fue un fracaso, y a la vez, la discográfica CBS había pagado a Mercury un adelanto más grande que el que EMI/Parlophone pagaba a todo Queen por cada uno de sus discos.

6.
De esa etapa de fricciones intensas, surgió un nuevo sentido de propósito después de que Mercury fuera diagnosticado como HIV positivo y portador de SIDA. A partir de entonces, y para limar esas tensiones, se decidió que todos los temas dejarían de llevar créditos individuales y por eso, las canciones que conforman «The Miracle» (1989), «Innuendo» (1991) y «Made In Heaven» (1995) están firmadas simplemente como Queen.


7.
Es casi indiscutible que Freddie Mercury fue el mejor cantante de rock de todos los tiempos. A nivel técnico nomás, llegó a manejar un registro de cuatro octavas (el doble de lo que maneja un muy buen cantante promedio). A lo largo de «Innuendo», que fue grabado con un Mercury ya bastante debilitado, hay proezas vocales imposibles de discutir. A diferencia de las Whitney o Celine, Mercury se destaca dentro de un formato que no es únicamente un vehículo para su voz. En ese sentido comparte un lugar más cercano a Robert Plant, Eddie Vedder y Axl Rose.


8.
«Death on two legs» abre A Night At The Opera (cuarto disco de la banda y, para muchos, su magnum opus). La letra de este tema, de Mercury, está dedicada al manager previo del grupo, que los había estafado de modo escandaloso. Algunas líneas son tan duras que Brian May se sentía incómodo al cantarla en vivo (aunque es imposible no imaginar la delicia de Mercury al dejar nota de esas mismas frases):

Are you satisfied? Do you feel like suicide? (I think you should)

Insane, should be put inside
You're a sewer rat decaying in a cesspool of pride
Should be made unemployed
Then make yourself null and void.


 9.
Contrariamente a lo que se supone, «The Show Must Go On» no fue escrita por Mercury. Tanto letra como música son mayormente de Brian May, que tomó una secuencia de acordes con la que estaban atascados Deacon y Taylor, y escribió un primer párrafo junto a Freddie, justamente, el menos personal:
Empty spaces - what are we living for?
Abandoned places - I guess we know the score
On and on, does anybody know what we are looking for...
El resto de la letra fue escrita por May, y ahí es donde se reenfoca en este personaje a la vez derrotado por el show-business y triunfal en su última salida a escena. Conocer este dato no es menor, ya que libera a Mercury de una supuesta carga de autocompasión para mostrarlo entonces a través de la mirada empática de su compañero de banda de casi 20 años.

10.
Durante sus últimas sesiones de grabación (que luego formarían parte del material de Made in Heaven), Mercury pedía al resto del grupo que escribieran frases y melodías y que se las llevaran urgente, para poder dejar grabada la mayor cantidad de material posible. «Ustedes después le meten encima todo lo demás», decía, y grababa en estudio la voz solamente con un metrónomo. El último tema que Mercury grabó en vida fue «Mother Love». Murió antes de poder terminarlo, razón por la que Brian May canta el último verso.

 



miércoles, 2 de diciembre de 2015

| ele |



 

Fue un 5 de marzo de 1997 cuando nos conocimos. No existían los blogs. No existía Facebook: yo no podía ver un posteo o la última canción que colgaste y decodificar tu estado de ánimo. No teníamos audios ni llamadas de Whatsapp, no teníamos internet como hábito cotidiano. Fue por entonces que saqué mi primera cuenta de email, aunque nadie sabía muy bien para qué servía, era más una extravagancia.

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Una imagen evocativa de todo este tiempo: el viaje a Mar del Plata en 1998, en el que alternábamos Pink Floyd con las Spice Girls.


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No teníamos mensajes de texto. No teníamos celulares, y por eso alguna vez nos gastamos fortunas en llamadas interminables que viajaban de fijo a fijo entre Palermo y La Plata.

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Una imagen evocativa de todo este tiempo: el día que cumpliste años en medio de un rodaje y te llevé un alfajor con una vela.


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No había cables USB alrededor, y todavía armábamos videotecas en VHS, que pronto iban a desplazarse al DVD y luego al Bluray, el streaming y los torrents. Es decir que tenemos tres formatos de video hogareño encima desde aquel miércoles 5 de marzo de 1997. Por entonces, el codec de video que el mundo informático usaba era el MPEG. Todavía no se había virado al DivX, al Xvid, al Mpeg4, al MKV. Alta resolución era 720 x 480.

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Una imagen evocativa de todo este tiempo: los tres días del festival de cine que vos te pasaste en cama con fiebre, en la costa, mientras yo te contaba las películas y te traía revistas con horóscopos y consejos para la mujer moderna.


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No teníamos ebooks. No existía ni la noción de Kindle. No era común todavía encontrarse un home theater. No había tablets, por supuesto, pero ni siquiera teníamos grabadoras de CD en las computadoras. Todavía era útil el diskette de 3,5.

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Más imágenes evocativas de todo este tiempo: el día que casi me mata un policía por defender un rodaje en el tren y vos estabas desencajada del miedo cuando el tipo me quería llevar; pero también la primera vez que cantamos juntos en la casa de tus viejos, un tema de Leonard Cohen, «Coming back to you», y vos, sorprendida, dijiste: ¡nos sale bien! El entierro de mi hermano, en el que un desconocido se subió a tu auto y no paraba de llorar. La muerte de mi viejo, día que me encontraste en una disquería mirando la discografía de Lennon, yo deshecho, y vos me abrazaste y me regalaste Milk & Honey. Y los viajes a Uruguay, entonces y ahora, y los amigos en común, y el colchón (des)inflable en el consultorio, y el concierto de Waters, y la caminata por toda la ciudad buscando un hotel donde pasar la noche estudiando semiología, y Les Luthiers en la costa.


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En 1997 yo usaba maletín y camisa formal para ir a la facultad. Y vos todavía usabas remeras de bandas metaleras. Un día nos dimos cuenta de que éramos los dos más grandes de toda la comisión, y eso parecía sellar un pacto silencioso.

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Más imágenes evocativas: yo leyendo tus primeros guiones, cuando a vos te había caído el mote de "la intelectual" del grupo; vos viniendo a casa, a todas mis casas, creo que sos la única persona que las ha conocido todas, contando a mi familia incluso. Vos ayudándome a pintar mi departamento de 59, y a colocar las lámparas chinas. Vos llorando por la película-de-la-cucharita; yo, llorando porque me estaba por separar y me mataba la culpa (y me hiciste mirar la remake de Karate Kid como remedio — eso fue imperdonable).


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No tengo idea cómo dos personas tan diferentes como nosotros terminan creando un vínculo tan sano con el tiempo (porque en el medio fue tenso y complicado, y unas cuantas veces nos quisimos matar y consecuentemente nos reputeamos y hasta tomamos alguna distancia necesaria). Pero no es sólo que el vínculo se volvió más fuerte, más sano, más genuino, sino que tan diferentes como éramos, nos fuimos encontrando más parecidos en todo aquello que es esencial. Y luego está esa frase de Kill Bill, que funciona en ambas direcciones: Your side always was a bit lonely. But I wouldn't sit anywhere else.  

Y ya sabés. Pase lo que pase, nadie podrá quitarnos nuestro amor por Beethoven.




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