miércoles, 31 de diciembre de 2014

| 2014 |


 



A veces entendés algo mucho tiempo después de haberlo intuido. Y aprendés eso que entendiste, mucho tiempo después todavía.
Un personaje de la novela que estoy escribiendo estos días habla con su pareja sobre los átomos. Dice que la ciencia ha postulado ya hace tiempo que cambiamos todos los átomos de nuestro cuerpo cada cinco años. Esa renovación completa (que incluye, por supuesto, los átomos de todo el organismo, comprendido el cerebro) podría entenderse, con cierta licencia poética, como una reencarnación: reencarnamos en nosotros mismos.
Eso es lo que hacemos, todo el tiempo: dejamos la piel en una piel nueva, aunque sea la misma piel.

 
La primera vez que me gustó una chica, yo tenía unos 6 años. No tenía conciencia de sexualidad ni de romanticismo alguno, simplemente había una pitufita pelirroja a la que no podía dejar de seguir con la mirada. Recuerdo al día de hoy ya no sus rasgos exactos, sino algún tipo de chispa y gracia que me parecían hipnóticos. En una fiesta de cumpleaños, la susodicha se enteró por terceros de que me gustaba. Me vino a encarar y me hizo la pregunta tan temida:
—¿Vos gustás de mí?
Y recuerdo el instante antes de responder. Sabía que podía negarlo y dejar todo en una nube de rumores. Sabía que podía evitarme cierta humillación y burla. Pero algo me vino a la cabeza, hoy lo recuerdo como una voz paternal, aunque dudo mucho que tuviera ese origen. Pero sí recuerdo como si fuera ayer una especie de sensación de fortaleza que me llevó a pensar que era capaz de decir la verdad, de sacar pecho y comerme el vendaval.
—Sí.
La pitufita ni siquiera se burló, como yo esperaba, sino que, antes de darse vuelta e irse con sus amigas, respondió indignada:
—A mí vos no. Ni me vas a gustar nunca.
Pero lejos de sentirme arrasado por este desprecio, me invadió durante los días siguientes una sensación de eufórica firmeza: era yo, era yo con mi verdad, y no tenía miedo.


Umberto Eco ha dicho que nadie fue realmente feliz en la infancia, que feliz es, en todo caso, recordar la infancia. Cuando somos chicos también existe una grieta que todavía no se hizo presente: toda la gente que queremos está viva. Es algo que inevitablemente va a cambiar con el tiempo, pero existe un lapso en el cual todavía no conocemos el desgarro de ciertos dolores y ciertas ausencias.
Las muertes y las despedidas te derrotan. Martin Amis contesta a la famosa frase “lo que no te mata te hace más fuerte” con “lo que no te mata te debilita, y te mata más tarde”. Las pérdidas y los desprendimientos no nos hacen más fuertes, son derrotas de la que a veces apenas logramos rearmarnos. Toda fortaleza, toda resistencia posterior no es un premio a la superación, no es un triunfo. Es una supervivencia.
Festejamos estas fechas también por eso: porque hemos sobrevivido. Porque aunque es imposible ganar el juego, seguimos jugando una vuelta más. Eso es todo lo que podemos pedir: una vuelta más. Una vuelta más para tratar de jugarla mejor. Con más astucia, con más lealtad, con más fuerza. Para refinar nuestros errores y apalear nuestros horrores. Y porque cada vuelta es única también.


Unos días atrás, una compañera de trabajo me contó que cuando rondaba los 20 años se había puesto en pareja con un tipo con el que compartieron un trecho particularmente turbio de sus vidas. Quemaron cualquier gracia inicial y terminaron separándose de forma definitiva. Un tiempo después, ella se enamoró de otro y comenzó una relación mucho más formal —pero jamás dejó de estar en contacto, de una forma u otra, con el tipo aquel, el anterior: “ni sabía bien por qué, pero seguíamos chateando, o hablábamos cada tanto”. Pasaron seis años, llegó la crisis con el novio —con quien llevaban un buen tiempo de convivencia—, se separó y en medio de una desorientación absoluta, decidió irse a vivir a otro país. Cuando volvió, de todas las personas posibles, a quien terminó contactando, con quien se reencontró, fue el tipo con el que había estado ya siete años antes. Y algo surgió entre ellos, pero ya no se sentía tanto como una continuación sino más bien como un redescubrimiento.
—Pero vos seguís siendo el mismo de antes, nos vamos a terminar matando.
—Vas a ver que no —le contestó él.
Eso fue hace 3 años. Hoy siguen juntos, en una relación estable. Tienen una hija de unos pocos meses.
Tiene sentido. Cambiamos todos los átomos de nuestro cuerpo cada cinco años. Reencarnamos en nosotros mismos. Y aunque hace rato que reina la idea de que hay que aceptar que nadie cambia nunca, es curioso que mientras preservamos costumbres y mañas, el organismo vivo que cumple la función de sostén no deja de reinventarse. Así que quizás nunca nadie cambie realmente, pero a la vez, no hacemos otra cosa que cambiar, todo el tiempo.


Hay un sitio web que ha calculado la estadística en la que ciertos eventos históricos serán olvidados. El año en que, estadísticamente, lo que es relevante hoy, pasará al olvido. Se dice que toda persona muere dos veces: cuando efectivamente morimos y cuando muere la última persona que aún nos recuerda. La última persona que pronunciará alguna vez nuestro nombre.

Yo no creo que esta promesa de finitud sea una mala noticia. En todo caso, nos hace pensar que el tiempo cumple una función en espejo con el cuerpo humano: se está deshaciendo a su manera constantemente, para rehacerse en algo idéntico a sí mismo que no es exactamente igual. Los átomos que el tiempo se va desprendiendo somos nosotros, nuestras memorias, la memoria de que existimos, de que tuvimos nuestras batallas, de que nada fue tan fácil, de que nos caímos y nos levantamos, de que alguien estuvo para darnos la mano, pero en cierto modo, somos sacrificios necesarios en nombre del tiempo. Me gusta pensar que algún día el chico de 6 años que yo fui ya no será recordado por nadie, finalmente libre de las tiranías esquemáticas y narrativas de los recuerdos. Y me gusta pensar que ahí es donde realmente empieza la escritura.

Mientras tanto, podemos mirar al costado: a todos aquellos que hacen camino con nosotros. Los amigos y los amores van y vienen, algunos permanecen hoy, otros se dispersaron hace mucho tiempo. Pero las relaciones verdaderamente vivas y vitales son estas, las que están, las que forman este momento exacto, incluso uno tan breve como el que te llevó leer estos párrafos, período en el que algún átomo tuyo ya dejó de existir para dar paso a otro.

Lo que equivale a decir que vos no sos exactamente el mismo que empezó a leer este texto. Y definitivamente, yo no soy aquel que empezó a escribirlo.

Festejemos.


#