domingo, 22 de marzo de 2015

| voz propia |




Navegando entre lecturas estos últimos tiempos, en un determinado momento supe, mejor que nunca, quién era como escritor. No me refiero a los temas, los tonos, esas cosas uno conoce más o menos desde el comienzo y se mantienen a lo largo del tiempo —en todo caso evolucionan y se profundizan, o a veces se simplifican, como pasa con la persona—. No me refería a eso, sino al simple hecho de terminar de comprender cómo quiero escribir, ya no sólo cuál es mi voz como escritor, sino cuáles son sus ritmos naturales, su vocabulario esencial (y sus preferencias), sus inflexiones naturales, y también la absoluta convicción de que las repeticiones en ciertos párrafos (y tempos) son tan esenciales como saber evitarlas cuando es necesario. 

Me tomó seis novelas y casi medio centenar de cuentos terminados y corregidos llegar a esta convicción. Creo que antes invocaba influencias, de manera inconsciente, y seguramente uno sigue siendo un cúmulo de influencias a lo largo de toda su vida, pero en algún momento ese caldo se transforma en una voz propia más definida y definitiva, que no es simplemente la suma de las influencias. (Aunque no hace mucho, en alguna esquina de Facebook, el escritor Ramiro Sanchiz supo concebir una parodia de mi escritura y mis inflexiones en apenas un párrafo, con un resultado altamente efectivo y reconocible). 

Miro atrás y recuerdo mi primera novela, todavía inédita. Mis conceptos de puntuación eran efectivos e inocentes: frases cortas para la acción y el cúmulo de tensión. Frases largas, con mucha derivada, para el tono más lírico, la atmósfera, las descripciones. Ya para Mundo Porno (escrita en 2009 y publicada en 2012), había dejado el lenguaje neutro para adoptar un tono coloquial que iba a ser llevado intencionalmente a uno de sus límites en Boutade (escrita en 2012, publicada en 2013). Ese tono coloquial que tampoco es mi modo natural de abordar la escritura.

En 2014 escribí Un lugar donde no haya literatura, mi última novela hasta el momento. Fue durante las sucesivas correcciones de esa novela —la última, entre febrero y marzo de este año— que terminé de comprender mi hartazgo ante ciertas máximas de la escritura. La más obvia: el verosímil. En los cursos y talleres la gente insiste en que un arquitecto debe mirar el mundo como arquitecto, un adolescente depresivo debe hablar con el lenguaje de la época y la condición, y un pibe de la villa treinta y uno tiene que manejarse con los clichés de lo que suponemos como la realidad de los pibes de la villa treinta y uno. Pero nosotros no somos una serie de características definidas, somos contradicciones y somos nuestros actos fuera de registro, y somos también la inconciencia de que traicionamos nuestro verosímil a cada rato. En una novela de Patrick Modiano aparece un personaje secundario muy bien vestido, con trajes de marca, maniático de la higiene y la salud, pero que también, de la nada, fuma y se deja la solapa llena de ceniza, o al caminar por la calle se inunda en barro y no se inmuta. Esto no es un descuido, no es que Modiano no terminó de definir a su personaje; todo lo contrario, es una toma de postura sutil, es la elegancia de saber conjurar la fascinación ante las infinitas posibilidades del ser humano.

El verosímil es muchas veces el carril seguro por el que transita lo demasiado reconocible y lo ya probado y establecido, es decir, la falta de imaginación. Los buenos libros establecen sus propios verosímiles, crean sus leyes internas y desde allí propulsan un estilo singular de narración.

Empecé mi primera novela cuando tenía 30 años. Ocho años después, estas son las conclusiones a las que voy llegando. Con un poco de suerte, dentro de ocho años, tendré ideas nuevas, algunas quizás enteramente otras. Pero donde antes pisaba en puntas de pie, ahora camino con paso relajado. Como en todos los demás aspectos, y como nos pasa a todos, fue necesario aprender a caminar. Hasta que un día ya caminábamos sin detenernos a pensar en ello.


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lunes, 2 de marzo de 2015

| libros / febrero |





Este fue mi febrero en libros. Empezó con el descubrimiento de Intimidad, novela breve de Hanif Kureishi, autor que no conocía, y vine a descubrir luego que ya casi todos mis amigos escritores tenían leído y asimilado. Leí esa novela en una tarde, en largas —y elegidas— esperas de cine. Es verdad que no necesito grandes lujos para disfrutar intensamente de mi tiempo libre —ciertamente, no necesito un auto, una moto, mucha más tecnología de la que ya tengo, no necesito un celular más nuevo ni ropa de marca ni de moda— pero sí necesito el tiempo mismo, tiempo para perder —en cierto sentido, claro—, tiempo para pasarlo en barcitos tomando algo con la caída de la tarde, leyendo, tomando notas, mirando a la gente, leyendo otra vez. Me gusta ir al cine, sacar la entrada para una función que comenzará 3 o 4 horas después, encontrar un lugar amable donde abrir un libro nuevo. Yo, que disfruto muchísimo las salidas de a dos por sobre las grupales, también disfruto enormemente estando a solas, conmigo mismo. Y con algunos autores.

El impacto de Intimidad —novela que arranca con la decisión del narrador de dejar a su esposa y a sus hijos la mañana siguiente, y prosigue a ir y venir en el tiempo, en espejo con el vaivén emocional que está experimentando en esas horas cruciales— fue tal que interrumpí la novela a la mitad para cruzar a una librería y comprarme algún otro libro del mismo autor. Quería seguir pegado a esa escritura y más tarde lo hice con el interesante pero irregular La última palabra. En el medio leí un libro polifónico y curioso, que lleva por título una cita de Borges: Felices los felices, de Yazmina Reza —mujer de 55 años que en ciertas fotos, como la de la solapa de este libro, despliega una sensualidad elegante que me provoca ganas de ser su sex-slave por una temporada completa—; y aunque el libro quizás no tenga el final que merece la construcción previa, es categórica la capacidad de Reza para pintar en apenas unas viñetas a una serie de personajes interesantes que se cruzan de modos no tan previsibles.

Pasé por las bombas de amor al prójimo y las pastillas de religión de El congreso de futurología, uno de esos libros que no terminan de encajar del todo en lo que la gente entiende por ciencia-ficción. Un libro delirante, que construye su propio lenguaje, un primo lejano de La naranja mecánica, y si pensamos que se trata de Stanislaw Lem, el autor de la maravillosa y filosófica Solaris, es una sorpresa ver este lado más lúdico, con lazos obvios a Philip Dick, pero también a Kurt Vonnegut. Ahora que menciono a Vonnegut, pienso que tanto este último como el Lem de El congreso de futurología son, en cierta medida, todo lo que César Aira nunca terminó de ser.

Releí Desgracia novela que el año pasado había visitado de manera muy fragmentaria y necesitaba retomar de cero. Leer a Coetzee siempre es una experiencia de sensibilidad extrema, esa manera de tocar las palabras como un roce, algo que también hace Paul Auster, y no es casualidad entonces que hayan publicado la correspondencia entre ambos. De clásico en clásico, pasé por El corazón de las tinieblas, de Conrad, y aunque no suelo llevarme demasiado bien con la literatura que podríamos relacionar a la aventura, al sentido de aventura, hay varios párrafos memorables, entre ellos, el siguiente:
«He luchado a brazo partido con la muerte. Es la contienda menos estimulante que podéis imaginar. Tiene lugar en un gris impalpable, sin nada bajo los pies, sin nada alrededor, sin espectadores, sin clamor, sin gloria, sin un gran deseo de victoria, sin un gran temor a la derrota, en una atmósfera enfermiza de tibio escepticismo, sin demasiada fe en los propios derechos, y aún menos en los del adversario.»
Creo que esa es una de las mejores ilustraciones en palabras de la desidia propia de alguien que tiene un pie a cada lado de la línea que separa lo vivo de lo muerto, o los impulsos correspondientes.
Salté a Nic Pizzolatto, con su novela del 2010, Galveston. Como todos, llegué a él por True Detective. No soy lector de policiales y novelas que salgan de las ramificaciones de ese género: no me interesan. Sabía que Galveston debía ser algo así, pero me daba curiosidad ver si Pizzolatto utilizaba en su obra literaria algunos de los mejores elementos de la serie que lo hizo reconocido en 2014. El resultado es una novela entretenida, para nada del nivel de True Detective —no hay un Rustin Cohle, por empezar—, pero que construye un mundo que se siente vivo. Con torpezas en ciertas decisiones argumentales quizás, es un libro que mejoró en mi consideración al compararlo con otro que empecé y abandoné luego, a las pocas páginas, de una reconocida escritora argentina. Pensé en la misión a la luna, que trajo aparejada la primera visión de la Tierra desde afuera. También, las primeras fotografías del planeta visto como tal. No recuerdo ahora quien, entre los que participaron de esa misión, declaró una vez que ver el planeta desde el espacio era a la vez hermoso y aterrador: aterrador porque no se lo percibe como algo realmente vivo, donde hay vida, donde existe la vida en movimiento. Eso mismo sucede con alguna literatura: es bella, es un mecanismo de gran belleza en su manufactura, pero no parece vivo, no transmite ninguna urgencia real, no contagia, es una perfección estéril. Por el contrario, Galveston es una novela imperfecta por donde se la mire, criticable incluso, pero es literatura que respira aún entre las grietas de sus defectos.

Luego una novela breve de Modiano, ese escritor al que muchos veneraban antes del Nobel y al que seguramente ya se ha puesto de moda rebajar a razón del mismo premio. Había leído 4 o 5 novelas de Modiano allá por el 2011/2012 y luego me mudé y me quedaron otras como rehenes en cajas selladas y no volví a él hasta cruzarme con este libro curioso. Si alguna gente dice que Auster se repite mucho con su tema de Paris y de los relatos dentro del relato, deberían leer a Modiano, que casi no escribe de otra cosa que París y la nostalgia de un París que ya no existe. Por supuesto, esta reducción es tramposa: se puede explorar un impulso literario verticalmente —diríamos, desarrollando argumentos diferentes que se complementan para intentar contar las únicas tres o cuatro cosas que un escritor alguna vez percibió en su vida— u horizontalmente —es decir, aceptando de entrada ciertos límites de espacio y tiempo y ahondando en la profundidad de lo que se relata y se intenta asir—. Nunca leí un libro malo de Modiano. Es literatura francesa con todo lo que esto implica, entre otras cosas, la fascinación contemplativa antes que la acción categórica en escena.

Terminé el mes en otro bar, esperando otra función de cine, leyendo Niveles de vida, de Julian Barnes. No sé por qué nunca aprendo con Barnes. Siempre que empiezo un nuevo libro de él supongo que ya no me va a impactar como antes. Ciertamente, el tramo final de Niveles de vida tiene algo de la intimidad de una obra de cámara, sin que eso signifique un retiro en (des)gracia. Las últimas ochenta páginas están pobladas de frases y párrafos que empujan a detener la lectura y saborear las ideas que acaban de ser expuestas. Niveles de vida, entre otras cosas, trata de la muerte de la esposa de Barnes, de su viudez, de su ancianidad a solas. Cualquier lector que haya sufrido una pérdida importante —pérdida que no necesariamente implica una muerte— encontrará una voz con la que se establece una suerte de diálogo en ausencia, como si las páginas nos ubicaran en un living viejo, una tarde plomiza de domingo, hablando con Barnes, que nos cuenta su experiencia y también reflexiona sobre la pérdida, la fantasía del suicidio, la función del entretenimiento, el amor, la idea de una moral del amor, el modo en que la memoria reconfigura al ser ausente, pero que sobre todo, se detiene, una vez más, en todas las preguntas que esta desgracia le ha despertado, todas preguntas, por otra parte, que necesitan una resolución urgente, y son tantas las citas posibles que uno debería transcribir un tercio de libro. A modo de ilustración intertextual, elijo un párrafo que aparece luego de que  un amigo buenoide, que en su momento perdió a su mujer, le insista a Barnes con que, con el tiempo, de esa experiencia se sale «más fuerte» y «mejor persona»:
«Me pareció una actitud indignante y de autobombo (…) Más tarde pensé: no hace más que repetir la frase de Nietzsche de que lo que no nos mata nos hace más fuertes. Y da la casualidad de que durante mucho tiempo he considerado este epigrama especialmente engañoso. Hay muchas cosas que no nos matan pero nos debilitan para siempre. Pregunten a alguien que se ocupa de víctimas de torturas. Pregunten a asesores de mujeres violadas y a los que tratan la violencia de género. Miren alrededor a los que sufren trastornos emocionales causados por la simple vida cotidiana.»
Sospecho que Julian Barnes es un autor poco valorado fuera de Europa. Martin Amis, refiriéndose a la misma frase de Nietzsche dijo: «Lo que no te mata te debilita y te mata más tarde». Esa es la mordida clásica de Amis, su lucidez contundente de boxeador. Barnes es otro tipo de escritor, uno que sin golpes a la mandíbula consigue el mismo efecto por suma de puntos.

Miro atrás y veo que febrero, un mes vital y plenamente disfrutado, está signado por lecturas que vuelven sobre temas como la ausencia, el desamor, la muerte, la locura, el hastío. Supongo que cierta potencia de la imaginación se maneja mejor con temas sensibles cuando el contexto así lo permite. Y en realidad, el encuentro con la lucidez es siempre un encuentro feliz: se produce esa comunicación absoluta que excede cualquier cosa que quepa entre dos tapas.


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