Este fue mi febrero
en libros. Empezó con el descubrimiento de Intimidad,
novela breve de Hanif Kureishi, autor que no conocía, y vine a descubrir luego
que ya casi todos mis amigos escritores tenían leído y asimilado. Leí esa
novela en una tarde, en largas —y elegidas— esperas de cine. Es verdad que no
necesito grandes lujos para disfrutar intensamente de mi tiempo libre
—ciertamente, no necesito un auto, una moto, mucha más tecnología de la que ya
tengo, no necesito un celular más nuevo ni ropa de marca ni de moda— pero sí
necesito el tiempo mismo, tiempo para perder —en cierto sentido, claro—, tiempo
para pasarlo en barcitos tomando algo con la caída de la tarde, leyendo,
tomando notas, mirando a la gente, leyendo otra vez. Me gusta ir al cine, sacar
la entrada para una función que comenzará 3 o 4 horas después, encontrar un
lugar amable donde abrir un libro nuevo. Yo, que disfruto muchísimo las salidas
de a dos por sobre las grupales, también disfruto enormemente estando a solas,
conmigo mismo. Y con algunos autores.
El impacto de Intimidad —novela que arranca con la
decisión del narrador de dejar a su esposa y a sus hijos la mañana siguiente, y
prosigue a ir y venir en el tiempo, en espejo con el vaivén emocional que está
experimentando en esas horas cruciales— fue tal que interrumpí la novela a la
mitad para cruzar a una librería y comprarme algún otro libro del mismo autor.
Quería seguir pegado a esa escritura y más tarde lo hice con el interesante
pero irregular La última palabra. En
el medio leí un libro polifónico y curioso, que lleva por título una cita de
Borges: Felices los felices, de
Yazmina Reza —mujer de 55 años que en ciertas fotos, como la de la solapa de
este libro, despliega una sensualidad elegante que me provoca ganas de ser su
sex-slave por una temporada completa—; y aunque el libro quizás no tenga el
final que merece la construcción previa, es categórica la capacidad de Reza
para pintar en apenas unas viñetas a una serie de personajes interesantes que
se cruzan de modos no tan previsibles.
Pasé por las
bombas de amor al prójimo y las pastillas de religión de El congreso de futurología, uno de esos libros que no terminan de
encajar del todo en lo que la gente entiende por ciencia-ficción. Un libro
delirante, que construye su propio lenguaje, un primo lejano de La naranja mecánica, y si pensamos que
se trata de Stanislaw Lem, el autor de la maravillosa y filosófica Solaris, es una sorpresa ver este lado
más lúdico, con lazos obvios a Philip Dick, pero también a Kurt Vonnegut. Ahora
que menciono a Vonnegut, pienso que tanto este último como el Lem de El congreso de futurología son, en
cierta medida, todo lo que César Aira nunca terminó de ser.
Releí Desgracia novela que el año pasado había
visitado de manera muy fragmentaria y necesitaba retomar de cero. Leer a
Coetzee siempre es una experiencia de sensibilidad extrema, esa manera de tocar
las palabras como un roce, algo que también hace Paul Auster, y no es
casualidad entonces que hayan publicado la correspondencia entre ambos. De
clásico en clásico, pasé por El corazón
de las tinieblas, de Conrad, y aunque no suelo llevarme demasiado bien con
la literatura que podríamos relacionar a la aventura, al sentido de aventura, hay
varios párrafos memorables, entre ellos, el siguiente:
«He luchado a brazo
partido con la muerte. Es la contienda menos estimulante que podéis imaginar. Tiene
lugar en un gris impalpable, sin nada bajo los pies, sin nada alrededor, sin
espectadores, sin clamor, sin gloria, sin un gran deseo de victoria, sin un
gran temor a la derrota, en una atmósfera enfermiza de tibio escepticismo, sin
demasiada fe en los propios derechos, y aún menos en los del adversario.»
Creo que esa es
una de las mejores ilustraciones en palabras de la desidia propia de alguien que
tiene un pie a cada lado de la línea que separa lo vivo de lo muerto, o los
impulsos correspondientes.
Salté a Nic
Pizzolatto, con su novela del 2010, Galveston.
Como todos, llegué a él por True
Detective. No soy lector de policiales y novelas que salgan de las
ramificaciones de ese género: no me interesan. Sabía que Galveston debía ser algo así, pero me daba curiosidad ver si
Pizzolatto utilizaba en su obra literaria algunos de los mejores elementos de
la serie que lo hizo reconocido en 2014. El resultado es una novela
entretenida, para nada del nivel de True Detective —no hay un Rustin Cohle, por
empezar—, pero que construye un mundo que se siente vivo. Con torpezas en
ciertas decisiones argumentales quizás, es un libro que mejoró en mi
consideración al compararlo con otro que empecé y abandoné luego, a las pocas
páginas, de una reconocida escritora argentina. Pensé en la misión a la luna, que trajo
aparejada la primera visión de la Tierra desde afuera. También, las primeras
fotografías del planeta visto como tal. No recuerdo ahora quien, entre los que
participaron de esa misión, declaró una vez que ver el planeta desde el espacio
era a la vez hermoso y aterrador: aterrador porque no se lo percibe como algo
realmente vivo, donde hay vida, donde existe la vida en movimiento. Eso mismo
sucede con alguna literatura: es bella, es un mecanismo de gran belleza en su
manufactura, pero no parece vivo, no transmite ninguna urgencia real, no
contagia, es una perfección estéril. Por el contrario, Galveston es una novela imperfecta por donde se la mire, criticable
incluso, pero es literatura que respira aún entre las grietas de sus defectos.
Luego una novela
breve de Modiano, ese escritor al que muchos veneraban antes del Nobel y al que
seguramente ya se ha puesto de moda rebajar a razón del mismo premio. Había
leído 4 o 5 novelas de Modiano allá por el 2011/2012 y luego me mudé y me quedaron
otras como rehenes en cajas selladas y no volví a él hasta cruzarme con este
libro curioso. Si alguna gente dice que Auster se repite mucho con su tema de
Paris y de los relatos dentro del relato, deberían leer a Modiano, que casi no
escribe de otra cosa que París y la nostalgia de un París que ya no existe. Por
supuesto, esta reducción es tramposa: se puede explorar un impulso literario
verticalmente —diríamos, desarrollando argumentos diferentes que se complementan
para intentar contar las únicas tres o cuatro cosas que un escritor alguna vez
percibió en su vida— u horizontalmente —es decir, aceptando de entrada ciertos
límites de espacio y tiempo y ahondando en la profundidad de lo que se relata y
se intenta asir—. Nunca leí un libro malo de Modiano. Es literatura francesa
con todo lo que esto implica, entre otras cosas, la fascinación contemplativa
antes que la acción categórica en escena.
Terminé el mes
en otro bar, esperando otra función de cine, leyendo Niveles de vida, de Julian Barnes. No sé por qué nunca aprendo con
Barnes. Siempre que empiezo un nuevo libro de él supongo que ya no me va a
impactar como antes. Ciertamente, el tramo final de Niveles de vida tiene algo de la intimidad de una obra de cámara, sin
que eso signifique un retiro en (des)gracia. Las últimas ochenta páginas están pobladas
de frases y párrafos que empujan a detener la lectura y saborear las ideas que
acaban de ser expuestas. Niveles de vida,
entre otras cosas, trata de la muerte de la esposa de Barnes, de su viudez, de
su ancianidad a solas. Cualquier lector que haya sufrido una pérdida importante
—pérdida que no necesariamente implica una muerte— encontrará una voz con la
que se establece una suerte de diálogo en ausencia, como si las páginas nos
ubicaran en un living viejo, una tarde plomiza de domingo, hablando con Barnes,
que nos cuenta su experiencia y también reflexiona sobre la pérdida, la
fantasía del suicidio, la función del entretenimiento, el amor, la idea de una
moral del amor, el modo en que la memoria reconfigura al ser ausente, pero que sobre
todo, se detiene, una vez más, en todas las preguntas que esta desgracia le ha despertado,
todas preguntas, por otra parte, que necesitan una resolución urgente, y son
tantas las citas posibles que uno debería transcribir un tercio de libro. A
modo de ilustración intertextual, elijo un párrafo que aparece luego de que un amigo buenoide, que en su momento perdió a
su mujer, le insista a Barnes con que, con el tiempo, de esa experiencia se
sale «más fuerte» y «mejor persona»:
«Me pareció una actitud
indignante y de autobombo (…) Más tarde pensé: no hace más que repetir la frase
de Nietzsche de que lo que no nos mata nos hace más fuertes. Y da la casualidad
de que durante mucho tiempo he considerado este epigrama especialmente engañoso.
Hay muchas cosas que no nos matan pero nos debilitan para siempre. Pregunten a
alguien que se ocupa de víctimas de torturas. Pregunten a asesores de mujeres
violadas y a los que tratan la violencia de género. Miren alrededor a los que
sufren trastornos emocionales causados por la simple vida cotidiana.»
Sospecho que
Julian Barnes es un autor poco valorado fuera de Europa. Martin Amis,
refiriéndose a la misma frase de Nietzsche dijo: «Lo que no te mata te debilita
y te mata más tarde». Esa es la mordida clásica de Amis, su lucidez contundente
de boxeador. Barnes es otro tipo de escritor, uno que sin golpes a la mandíbula
consigue el mismo efecto por suma de puntos.
Miro atrás y veo
que febrero, un mes vital y plenamente disfrutado, está signado por lecturas
que vuelven sobre temas como la ausencia, el desamor, la muerte, la locura, el
hastío. Supongo que cierta potencia de la imaginación se maneja mejor con temas sensibles cuando el contexto así lo permite. Y en realidad, el
encuentro con la lucidez es siempre un encuentro feliz: se produce esa comunicación absoluta que
excede cualquier cosa que quepa entre dos tapas.
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