sábado, 23 de junio de 2018

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Veinticuatro años atrás, yo terminaba el secundario. Tenía pelo largo, por debajo de los omóplatos, una púa como colgante al cuello, y llevaba un año tocando guitarra y componiendo canciones, preocupado por saber qué iba a hacer de mi vida una vez terminados los festejos.

Mi vieja me dejó una carta el día de la entrega de diplomas. Ese es el recuerdo que más me viene a la cabeza desde que murió, un poco anunciado, un poco de repente, dos semanas atrás: esa carta, a fines de 1994. La recuerdo porque, con mi soberbia adolescente, me pareció llena de clichés, y, sin embargo, nunca olvidé la línea fundamental, que insistía en que yo tenía que dejarme ser, no pensar tanto las cosas, simplemente dejarme ser


Bueno, malas noticias: nunca lo logré, ma.


Al día de hoy, ni siquiera sé muy bien cómo se logra eso. Mi cabeza siempre va a una velocidad frenética, y no hay alcohol ni droga que me haya hecho sentir menos neurótico entre aquellos 18 y estos 41. O tal vez un poco (y acá me voy al chiché con mucho gusto, sin pensar en cómo será leído —mi lucha—), y creo que por momentos lo encontré en el amor. Porque supe amar e incluso dejarme amar, esto último con un poco más de dificultad, unas cuantas veces, e incluso por largos períodos de tiempo.


Y, aun así, nunca logré hacer mía esa serenidad. Eso no quiere decir que no haya hecho mil cosas de forma impulsiva, al contrario, pero casi siempre con una profunda necesidad de entender, como un rabioso y turbulento jugador de ajedrez (casi un oxímoron, esta idea), todas las ramificaciones posibles.


Poco antes de tu muerte, hablaba con una amiga de este tema. Por audios, de esos que uno manda mientras patea la calle. Y con tu muerte, ma, también se termina la generación que me precede en la familia. Ahora soy el más grande en mi núcleo familiar. Ya no existe en el mundo una mirada superior sobre lo que hago o dejo de hacer, así como tampoco ese escudo simbólico que implica el saber que los padres existen, que están ahí.


*


Así que estamos en el día de tu cremación y yo estoy viendo como el tiempo se dilata y contrae. Aparecen los familiares, algunos inesperados y afectuosos, otros lamentablemente esperables (incluso aquel tío que me puso en su lista negra desde las elecciones del 2015). Después de la ceremonia, todos se van dispersos en autos y yo me quedo caminando el cementerio, dando vueltas sin saber muy bien por qué. Me llegan mensajes de mucha gente, los que se van enterando, pero la mayoría son parte de un blur amable y cordial, que me abruma y no distingo. Aunque sí recuerdo algunos, ya desde la noche previa, cuando P me ofrece venirse a acompañarme mientras tramito el tema del velorio, o el de M, que se disculpa una y mil veces por no haberse enterado a tiempo, o el de F, que rompe con un chiste para no ser solemne, y me arranca una sonrisa triste pero bienvenida. Me propongo responder varios y por supuesto, no respondo casi ninguno.


Todos tenemos unas 3 o 4 personas en el mundo de las que esperamos siempre el gesto cálido, el refugio, el abrazo arropador, ya sea en gesto o en palabra, en persona o por escrito. La mayoría aparece en alguna de estas encarnaciones, mayormente a través de mensajes de audio sensibles y llenos de generosa empatía. Y también están los casos de inexplicable silencio, esa gente que piensa que siempre habrá otro momento para retomar la palabra, lo cual es bastante irónico cuando el asunto es, justamente, la muerte.


Y algunas personas te dedican mensajes muy afectuosos a vos, ma. Ex pacientes, amigos tuyos, amigos míos que te conocieron. En cada uno de ellos encuentro algo que me reconforta. Me gusta saber que te querían o que sienten que les tocaste la vida de alguna forma en algún momento difícil. 


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Y el mundo sigue, por supuesto, como siempre pasa. Supongo que esa es la parte más difícil, esa sensación de que nada se detiene por tu muerte, como no se detuvo por la de mi viejo o mi hermano, ni se detendrá por la mía. La cotidianidad asimila todo suceso sin solución de continuidad y el impacto es saber que ahí está la primera señal de que el proceso de olvido cósmico ya ha comenzado. 


Y hay obligaciones y cuentas que pagar, y burocracia (mucha burocracia) que ordenar, y un departamento a desocupar y un resto de familia que contener, y un trabajo al que regresar, y falta tiempo para poder saber cómo se siente realmente todo esto. Para dejarme ser con la pérdida, para enfrentar la cadena de emociones y los altibajos, porque todo apremia y queda mucho por resolver y por ahora me arreglo hablando con una o dos personas a las que a veces les suelto un vómito de sensaciones y eso basta por ahora. Es mi escape, mi refugio. Eso es todo lo que tengo hasta que venga el vendaval. Hasta que se terminen los trámites y papeleos y el verdadero proceso pueda comenzar.



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