jueves, 6 de septiembre de 2018

| juan |



El primer día del año, durante la mañana, me senté a escribir el comienzo de mi proyecto literario más ambicioso. No el más ambicioso al momento, sino el más ambicioso que alguna vez habré de encarar.

Se trata de un relato largo, épico en su longitud, y más preocupante, requiere un completo abandono del registro que fui trabajando en los últimos diez años. Implica un cambio radical en la manera de hilar los fraseos, un abandono absoluto de la oralidad, y dejar de lado los yeites que uno sabe que maneja con cierta solvencia. Una transformación no tan diferenciada en la construcción de personajes o climas: siempre me gustaron los personajes ambiguos, los que desafían lo que tantas veces denominé la tiranía del verosímil (no de lo que es creíble para el mundo, sino esa idea de que un personaje se comporta siempre de acuerdo a un conjunto de reglas que forman su carácter y todo eso que aparece en los manuales de escritura).

Con todo esto en mente, me senté a escribir ese primer día de enero y después de avanzar a puro esfuerzo hasta las 1800 palabras, apagué todo y decidí “retirarme de la literatura”.

*

Esto suena curioso, supongo, sobre todo porque no lo hablé más que con tres personas de absoluta confianza, tres personas que sabía que podían escuchar mis motivos, cada uno desde su lugar, sin apurarme a cambiar de idea. 

Quiero empezar por decir que no se trataba de abandonar el proyecto, sino de abandonar todo lo que tiene que ver con la literatura. Porque en ese momento, sentado frente a la pantalla, con una madre internada (en la que iba a ser su última internación antes de morir), un hermano entrando y saliendo de un psiquiátrico, y un par de alejamientos emocionales que todavía no terminaban de suceder, tuve la sensación de que ya no era sano para mí vincularme con el universo de la literatura. No en este momento, no este año, no en esta etapa.

Había publicado un año antes un libro realmente bueno. Se puede hacer nitpicking, pero por una vez, no tenía dudas de que había una solidez en esa novela que se elevaba más allá de cualquier opinión, incluyendo las fluctuaciones por las que pasa la inseguridad de todo escritor. En la última década había dirigido una revista literaria durante dos años, escrito más de cien reseñas para medios nacionales e internacionales, fundado no una sino dos editoriales de autor (la segunda, Décima, todavía activa pero hibernando el invierno macrista), había sido publicado en medio centenar de portales y revistas así como también convocado a antologías argentinas y regionales (algunas todavía inéditas), además de haber sido editor del área literaria de un portal cultural, dado talleres de escritura en casa, en centros culturales y también en dupla, y sin olvidar que en todo ese tiempo publiqué una serie de libros, que en un par de casos, fueron traducidos a otros idiomas. Finalmente, en 2014 me convocaron como representante argentino del Primer Coloquio Internacional de Literatura Iberoamericana.

Lo que había empezado siendo un grato intercambio con algunos entusiastas que empezaban o habían empezado poco antes que yo, se fue transformando en un monstruo, y lo peor es que el monstruo perdió el encanto cuando empecé a notar cómo había cambiado el universo literario vernáculo. Cuando yo empecé, y sin idealizar, había más escritores haciendo cosas, dando charlas, exponiendo ensayos y escribiendo blogs. Por supuesto que existía la banalidad, como siempre ha existido. Pero durante los últimos años, comprendí que en algún momento habían cambiado las reglas del juego: ahora se trataba de redes sociales. Cuando yo empecé a escribir, nadie tenía Facebook ni Twitter. No digo que esto fuera bueno, digo que era diferente. El asunto con esta nueva etapa virtual es que requería una presencia constante en redes sociales que legitimase la frivolidad. Es tiempo de influencers, según el editor de uno de los diarios progres más importantes del país. Pero si se tratara de redes sociales, bastaría con moderar el uso y ya. El problema es que el mundo literario real se había mimetizado con el virtual, en lugar de lo contrario. Y entonces empezó a ser importante visibilizarse. Del modo que fuera: estar en todos lados, en todos los eventos, en todas las presentaciones. Comprar libros que jamás leeremos y sacarnos selfies que den testimonio de nuestro paso y de nuestra existencia. Tan así, que es una postal común ver los eventos de lectura llenos de gente mirando el whatsapp, sin el más mínimo interés por lo que se está escuchando.

Tengo un amigo que no me deja mentir: yo nunca aplaudo en los eventos literarios un cuento o poema que me parece malo —no es una cuestión de soberbia, sino de sinceridad sin concesiones— pero tampoco me pongo a mirar el teléfono obsesivamente mientras alguien está leyendo frente a un micrófono.

Asumamos la escena literaria actual, sacando, como siempre, algunos honrosos casos: la gente quiere publicar. No, no hablo de que esté mal publicar, digo que la gente quiere publicar más de lo que realmente quiere escribir. He conocido personas que me han dicho “Estoy viendo de publicar con X [inserte aquí editorial chica de su preferencia], porque mis posteos de FB tienen muchos likes y me dicen que les interesa sacar un libro mío”. Y lo decía gente que nunca había terminado un cuento breve. Si nunca tuviste entusiasmo por escribir, ¿de dónde sale ese interés desaforado por publicar?

Del narcisismo, por supuesto.

Así es que ahora, con tanta editorial prepaga, se publican libros para tener una nueva fiesta de quince.

Alguien me dijo un par de años atrás, mientras viajábamos en colectivo: “Sí, es así, pero no se puede cambiar, en todo caso es tema tuyo adaptarte o no a las reglas del juego”. Y es verdad, por supuesto. Así que me alejé del entorno literario. Me retiré. Me invisibilicé. No fue a conciencia, simplemente dejé de escribir y al dejar de escribir me di cuenta de que, para mí, el resto del circo literario es anecdótico. 

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Puede que dentro de poco retome la escritura, tal vez a fines de este año, tal vez a principios del que viene. Hay gente que tiene material mío desde hace un tiempo, remanentes de una etapa previa y puede que esos remanentes se publiquen o no: no es algo que me desvele. Me interesa este proyecto literario que ahora añade una nueva condición: su completa anonimidad. Quiero ir a pocos eventos literarios, pero cuando pise uno, hacerlo sin nada que promocionar. Tal vez leer alguna que otra vez en público, por el sólo gusto de hacerlo, por el momento en sí, sin más agenda que esa, sin interés por hacer contactos o verme visto. 

Las páginas serán escritas. O no. Nadie se enterará mientras no sea menester, y por empezar, ni siquiera yo sé qué pasará (y me agrada muchísimo la propuesta de publicar bajo seudónimos).

Pero es que, de hacerlo, quiero escribir como lo hacía hace quince o veinte años, sin ninguna pretensión más que las propias de la narración, el estilo, la música en las palabras, el uso venturoso de los dispositivos adecuados, y sobre todo, la lucidez para poner en la página ideas que disparen exponencialmente la imaginación. Quiero que mis preocupaciones pasen por esas esquinas y no por ser parte del circo o cuestionarlo cada cinco minutos.

Así que, si me ven en sus presentaciones, en sus eventos o en alguna lectura, ese soy yo. Sin nada que vender, sin nada que testimoniar. Si aparezco en una foto con alguien, será por cariño o casualidad. Si leo tu libro nuevo o el que publicaste hace 5 años, es porque realmente tenía ganas de hacerlo. 

Porque antes de decir que soy escritor, prefiero decir que soy Juan.



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sábado, 23 de junio de 2018

| ma |





Veinticuatro años atrás, yo terminaba el secundario. Tenía pelo largo, por debajo de los omóplatos, una púa como colgante al cuello, y llevaba un año tocando guitarra y componiendo canciones, preocupado por saber qué iba a hacer de mi vida una vez terminados los festejos.

Mi vieja me dejó una carta el día de la entrega de diplomas. Ese es el recuerdo que más me viene a la cabeza desde que murió, un poco anunciado, un poco de repente, dos semanas atrás: esa carta, a fines de 1994. La recuerdo porque, con mi soberbia adolescente, me pareció llena de clichés, y, sin embargo, nunca olvidé la línea fundamental, que insistía en que yo tenía que dejarme ser, no pensar tanto las cosas, simplemente dejarme ser


Bueno, malas noticias: nunca lo logré, ma.


Al día de hoy, ni siquiera sé muy bien cómo se logra eso. Mi cabeza siempre va a una velocidad frenética, y no hay alcohol ni droga que me haya hecho sentir menos neurótico entre aquellos 18 y estos 41. O tal vez un poco (y acá me voy al chiché con mucho gusto, sin pensar en cómo será leído —mi lucha—), y creo que por momentos lo encontré en el amor. Porque supe amar e incluso dejarme amar, esto último con un poco más de dificultad, unas cuantas veces, e incluso por largos períodos de tiempo.


Y, aun así, nunca logré hacer mía esa serenidad. Eso no quiere decir que no haya hecho mil cosas de forma impulsiva, al contrario, pero casi siempre con una profunda necesidad de entender, como un rabioso y turbulento jugador de ajedrez (casi un oxímoron, esta idea), todas las ramificaciones posibles.


Poco antes de tu muerte, hablaba con una amiga de este tema. Por audios, de esos que uno manda mientras patea la calle. Y con tu muerte, ma, también se termina la generación que me precede en la familia. Ahora soy el más grande en mi núcleo familiar. Ya no existe en el mundo una mirada superior sobre lo que hago o dejo de hacer, así como tampoco ese escudo simbólico que implica el saber que los padres existen, que están ahí.


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Así que estamos en el día de tu cremación y yo estoy viendo como el tiempo se dilata y contrae. Aparecen los familiares, algunos inesperados y afectuosos, otros lamentablemente esperables (incluso aquel tío que me puso en su lista negra desde las elecciones del 2015). Después de la ceremonia, todos se van dispersos en autos y yo me quedo caminando el cementerio, dando vueltas sin saber muy bien por qué. Me llegan mensajes de mucha gente, los que se van enterando, pero la mayoría son parte de un blur amable y cordial, que me abruma y no distingo. Aunque sí recuerdo algunos, ya desde la noche previa, cuando P me ofrece venirse a acompañarme mientras tramito el tema del velorio, o el de M, que se disculpa una y mil veces por no haberse enterado a tiempo, o el de F, que rompe con un chiste para no ser solemne, y me arranca una sonrisa triste pero bienvenida. Me propongo responder varios y por supuesto, no respondo casi ninguno.


Todos tenemos unas 3 o 4 personas en el mundo de las que esperamos siempre el gesto cálido, el refugio, el abrazo arropador, ya sea en gesto o en palabra, en persona o por escrito. La mayoría aparece en alguna de estas encarnaciones, mayormente a través de mensajes de audio sensibles y llenos de generosa empatía. Y también están los casos de inexplicable silencio, esa gente que piensa que siempre habrá otro momento para retomar la palabra, lo cual es bastante irónico cuando el asunto es, justamente, la muerte.


Y algunas personas te dedican mensajes muy afectuosos a vos, ma. Ex pacientes, amigos tuyos, amigos míos que te conocieron. En cada uno de ellos encuentro algo que me reconforta. Me gusta saber que te querían o que sienten que les tocaste la vida de alguna forma en algún momento difícil. 


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Y el mundo sigue, por supuesto, como siempre pasa. Supongo que esa es la parte más difícil, esa sensación de que nada se detiene por tu muerte, como no se detuvo por la de mi viejo o mi hermano, ni se detendrá por la mía. La cotidianidad asimila todo suceso sin solución de continuidad y el impacto es saber que ahí está la primera señal de que el proceso de olvido cósmico ya ha comenzado. 


Y hay obligaciones y cuentas que pagar, y burocracia (mucha burocracia) que ordenar, y un departamento a desocupar y un resto de familia que contener, y un trabajo al que regresar, y falta tiempo para poder saber cómo se siente realmente todo esto. Para dejarme ser con la pérdida, para enfrentar la cadena de emociones y los altibajos, porque todo apremia y queda mucho por resolver y por ahora me arreglo hablando con una o dos personas a las que a veces les suelto un vómito de sensaciones y eso basta por ahora. Es mi escape, mi refugio. Eso es todo lo que tengo hasta que venga el vendaval. Hasta que se terminen los trámites y papeleos y el verdadero proceso pueda comenzar.



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