El primer día del año, durante la mañana, me senté a escribir el comienzo de mi proyecto literario más ambicioso. No el más ambicioso al
momento, sino el más ambicioso que alguna vez habré de encarar.
Se trata de un relato largo, épico en su longitud, y más preocupante,
requiere un completo abandono del registro que fui trabajando en los últimos
diez años. Implica un cambio radical en la manera de hilar los fraseos, un
abandono absoluto de la oralidad, y dejar de lado los yeites que uno sabe que
maneja con cierta solvencia. Una transformación no tan diferenciada en la
construcción de personajes o climas: siempre me gustaron los personajes
ambiguos, los que desafían lo que tantas veces denominé la tiranía del verosímil (no de lo que es creíble para el mundo,
sino esa idea de que un personaje se comporta siempre de acuerdo a un conjunto
de reglas que forman su carácter y
todo eso que aparece en los manuales de escritura).
Con todo esto en mente, me senté a escribir ese primer día de enero y
después de avanzar a puro esfuerzo hasta las 1800 palabras, apagué todo y
decidí “retirarme de la literatura”.
*
Esto suena curioso, supongo, sobre todo porque no lo hablé más que con tres
personas de absoluta confianza, tres personas que sabía que podían escuchar mis
motivos, cada uno desde su lugar, sin apurarme a cambiar de idea.
Quiero empezar por decir que no se trataba de abandonar el proyecto, sino
de abandonar todo lo que tiene que ver con la literatura. Porque en ese
momento, sentado frente a la pantalla, con una madre internada (en la que iba a
ser su última internación antes de morir), un hermano entrando y saliendo de un
psiquiátrico, y un par de alejamientos emocionales que todavía no terminaban de
suceder, tuve la sensación de que ya no era sano para mí vincularme con el
universo de la literatura. No en este momento, no este año, no en esta etapa.
Había publicado un año antes un libro realmente bueno. Se puede hacer nitpicking, pero por una vez, no tenía
dudas de que había una solidez en esa novela que se elevaba más allá de
cualquier opinión, incluyendo las fluctuaciones por las que pasa la inseguridad
de todo escritor. En la última década había dirigido una revista literaria
durante dos años, escrito más de cien reseñas para medios nacionales e
internacionales, fundado no una sino dos editoriales de autor (la segunda,
Décima, todavía activa pero hibernando el invierno macrista), había sido
publicado en medio centenar de portales y revistas así como también convocado a
antologías argentinas y regionales (algunas todavía inéditas), además de haber sido
editor del área literaria de un portal cultural, dado talleres de escritura en
casa, en centros culturales y también en dupla, y sin olvidar que en todo ese
tiempo publiqué una serie de libros, que en un par de casos, fueron traducidos
a otros idiomas. Finalmente, en 2014 me convocaron como representante argentino
del Primer Coloquio Internacional de Literatura Iberoamericana.
Lo que había empezado siendo un grato intercambio con algunos
entusiastas que empezaban o habían empezado poco antes que yo, se fue
transformando en un monstruo, y lo peor es que el monstruo perdió el encanto
cuando empecé a notar cómo había cambiado el universo literario vernáculo. Cuando
yo empecé, y sin idealizar, había más escritores haciendo cosas, dando charlas,
exponiendo ensayos y escribiendo blogs. Por supuesto que existía la banalidad,
como siempre ha existido. Pero durante los últimos años, comprendí que en algún
momento habían cambiado las reglas del juego: ahora se trataba de redes
sociales. Cuando yo empecé a escribir, nadie tenía Facebook ni Twitter. No digo
que esto fuera bueno, digo que era diferente. El asunto con esta nueva etapa virtual
es que requería una presencia constante en redes sociales que legitimase la
frivolidad. Es tiempo de influencers,
según el editor de uno de los diarios progres más importantes del país. Pero si
se tratara de redes sociales, bastaría con moderar el uso y ya. El problema es
que el mundo literario real se había mimetizado con el virtual, en lugar de lo
contrario. Y entonces empezó a ser importante visibilizarse. Del modo que fuera: estar en todos lados, en todos
los eventos, en todas las presentaciones. Comprar libros que jamás leeremos y
sacarnos selfies que den testimonio de nuestro paso y de nuestra existencia.
Tan así, que es una postal común ver los eventos de lectura llenos de gente
mirando el whatsapp, sin el más mínimo interés por lo que se está escuchando.
Tengo un amigo que no me deja mentir: yo nunca aplaudo en los eventos
literarios un cuento o poema que me parece malo —no es una cuestión de
soberbia, sino de sinceridad sin concesiones— pero tampoco me pongo a mirar el
teléfono obsesivamente mientras alguien está leyendo frente a un micrófono.
Asumamos la escena literaria actual, sacando, como siempre, algunos
honrosos casos: la gente quiere publicar. No, no hablo de que esté mal
publicar, digo que la gente quiere publicar más de lo que realmente quiere
escribir. He conocido personas que me han dicho “Estoy viendo de publicar con X
[inserte aquí editorial chica de su preferencia], porque mis posteos de FB tienen
muchos likes y me dicen que les interesa sacar un libro mío”. Y lo decía gente
que nunca había terminado un cuento breve. Si nunca tuviste entusiasmo por
escribir, ¿de dónde sale ese interés desaforado por publicar?
Del narcisismo, por supuesto.
Así es que ahora, con tanta editorial prepaga, se publican libros para
tener una nueva fiesta de quince.
Alguien me dijo un par de años atrás, mientras viajábamos en colectivo:
“Sí, es así, pero no se puede cambiar, en todo caso es tema tuyo adaptarte o no
a las reglas del juego”. Y es verdad, por supuesto. Así que me alejé del
entorno literario. Me retiré. Me invisibilicé.
No fue a conciencia, simplemente dejé de escribir y al dejar de escribir me di
cuenta de que, para mí, el resto del circo literario es anecdótico.
*
Puede que dentro de poco retome la escritura, tal vez a fines de este
año, tal vez a principios del que viene. Hay gente que tiene material mío desde
hace un tiempo, remanentes de una etapa previa y puede que esos remanentes se
publiquen o no: no es algo que me desvele. Me interesa este proyecto literario
que ahora añade una nueva condición: su completa anonimidad. Quiero ir a pocos
eventos literarios, pero cuando pise uno, hacerlo sin nada que promocionar. Tal
vez leer alguna que otra vez en público, por el sólo gusto de hacerlo, por el
momento en sí, sin más agenda que esa, sin interés por hacer contactos o verme
visto.
Las páginas serán escritas. O no. Nadie se enterará mientras no sea
menester, y por empezar, ni siquiera yo sé qué pasará (y me agrada muchísimo la
propuesta de publicar bajo seudónimos).
Pero es que, de hacerlo, quiero escribir como lo hacía hace quince o
veinte años, sin ninguna pretensión más que las propias de la narración, el
estilo, la música en las palabras, el uso venturoso de los dispositivos adecuados,
y sobre todo, la lucidez para poner en la página ideas que disparen
exponencialmente la imaginación. Quiero que mis preocupaciones pasen por esas
esquinas y no por ser parte del circo o cuestionarlo cada cinco minutos.
Así que, si me ven en sus presentaciones, en sus eventos o en alguna
lectura, ese soy yo. Sin nada que vender, sin nada que testimoniar. Si aparezco
en una foto con alguien, será por cariño o casualidad. Si leo tu libro nuevo o
el que publicaste hace 5 años, es porque realmente tenía ganas de hacerlo.
Porque antes de decir que soy escritor, prefiero decir que soy Juan.
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