jueves, 23 de octubre de 2014

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En su última novela, Lionel Asbo. El estado de Inglaterra, Martin Amis dice —en boca de uno de sus personajes— que la pena es como el mar: uno tiene que dejarse ir con la marea.
Durante los últimos 12 meses aprendí o repensé muchas cosas. La llegada de los 37 me encontró en ese mar, mucho más lejano y profundo de lo que yo había pensado. Pero al menos ya entonces tenía, por primera vez en meses, un plan de regreso.

(El plan lo es todo. La campaña. El placer está en el hacer, no en el triunfo, al menos siempre fue así para mí, yo nunca sé muy bien qué hacer con los triunfos, excepto buscar enseguida una campaña nueva.)

Durante los meses mar adentro, tuve mucho tiempo para aprender cosas.

Aprendí, por ejemplo:

> Que toda la población del mundo cabe en Los Angeles, si todos estuviéramos parados el uno al lado del otro.
> Que socialmente podemos conocer bien (es decir, sostener en una estructura mental que pueda diferenciarlas categóricamente) entre 100 y 230 personas a la vez durante un mismo período de tiempo.
> Que el ojo humano puede diferenciar 10 millones de colores.
> Cuál es la explicación más coherente que existe para el déjà vu, pero también qué es el presque vu y el jamais vu.
> Que comer el hígado de un oso polar puede causar muerte por sobredosis de vitamina A.
> Que existe un concepto llamado limerencia, y que es una fatalidad analizarlo en el momento equivocado.
> Que si usás un anillo, la cantidad de gérmenes que se acumula debajo probablemente supere en número la población completa de Europa.
> Que un googolplex (10^10^100) es un número imposible de escribir porque ocuparía más espacio del que existe en el universo conocido (Kasner, el creador, lo definió como «un 1 seguido de tantos ceros como sea posible escribir hasta quedar exhausto, dado que es imposible completarlo»).

Y muchas otras cosas. Bueno, sí, aproveché el tiempo para leer mucha trivia científica, estadística, y miré muchos documentales sobre, básicamente, todo.

También aprendí de una mujer que me encontré en una oficina burocrática uno de los peores días de mi vida. Era todavía 2013 y yo no lograba dar con la presentación correcta de unos formularios. La mujer que estaba delante de mí —pelo rojizo, edad difícil de determinar, podría haber sido diez años mayor que yo o diez años menor, flaca, con auriculares enormes y mirada categórica— terminó su trámite y se estaba yendo del lugar cuando le hice una pregunta sobre el tema, ya atribulado (evidentemente, la burocracia es como la kriptonita para mí). La mujer de rojo me respondió algo que jamás entendí, pero le di las gracias y volví a los papeles. Hacía calor, era una tarde horrible, de esas en las que llevás el mundo sobre los hombros más que cualquier otro Sísifo de los que andan por ahí.
La mujer de rojo volvió al minuto. Dejó en el suelo la mochila que llevaba, se sacó los auriculares y me fue indicando ítem por ítem cómo había que hacer con cada cosa. Debemos haber pasado casi media hora, mínimo veinte minutos. Me resolvió el tema a pura voluntad, y después, cuando se iba, le agradecí con la que supongo una expresión de alivio absoluto. Le pregunté si yo la podía ayudar en algo, me sentía en deuda. Casi sin devolverme la mirada, me dijo algo que nunca me olvidé, que me ha acompañado casi todos los días desde entonces. A mí no, devolvéselo al siguiente.

Sé que suena a fábula moral. Whatever. Desde entonces tuve clarísimo algo que hasta entonces intuía pero nunca había podido poner en palabras. Podríamos imaginar que existe una vasija enorme en la que todos ponemos algo, una vasija universal, o comunitaria, para pensar una escala más acorde. Siempre que podemos, dejamos algo para que alguien más lo encuentre. De manera más directa o azarosa. Porque es fácil pensar en devolverle algo a la gente que uno quiere, a los que siempre están. Más que fácil, es lógico, sucede naturalmente todo el tiempo y crea puentes, no hay otra manera. Pero me seduce especialmente la idea de hacer por hacer en sí. De ayudar al extraño, del extraño que te ayuda, incluso —sobretodo— si no existe discurso al respecto. ¿Cuánta gente habrá hecho algo por nosotros y jamás supimos que hubo una mano detrás de algo aparentemente fortuito o azaroso? No se hace por la recompensa: la recompensa de lo que hacemos la cosecharán otros, y como el traspaso de las tradiciones, nosotros cosechamos lo que algún desconocido supo sembrar antes. Ese desprendimiento fue quizás lo mejor que alguien pudo enseñarme en este último año, pero además una de las ideas más liberadoras que una persona me haya regalado en la vida.

Tal fue su generosidad.


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domingo, 19 de octubre de 2014

| bar |


Mirando la tarde pasar en un barcito por Corrientes me acordé de vos. Pero me acordé de vos esa tarde, en otro bar, hablando de la vida, de cómo nos seguíamos reencontrando a pesar de las circunstancias y las intenciones.
Estábamos en una mesita afuera, con la caída de las últimas luces de fondo. Se acercó un chico, no nos pidió plata, quería participar de lo que estábamos picando. Le clavó la mirada a las aceitunas, pero pidió papas fritas. Vos lo intuiste. Te quise por intuirlo. Le armaste con servilletas un paquetito destartalado mientras le hablabas como a un par, sin condescendencias, sin querer sacar chapa de progre ni de conciencia social. Yo me quedé callado, no podía hacer otra cosa que mirar con fascinación.
Che, dejanos alguna para nosotros, le dijiste cuando empezó a vaciar el plato de las aceitunas. El chico sonrió, pillo. Había un código establecido. Lo único que pude aportar yo fue un refuerzo de servilletas para que el paquete quedara un poco más armado.
Y te tomaste un momento más para animarlo a probar las aceitunas negras y explicarle cuál era la diferencia de sabor.
Después te saludó, nos saludó a los dos, pero solo por timidez. Y se fue. 
Hoy pienso en ese momento con una cálida nostalgia, nostalgia de ese compañerismo callado, nostalgia de esa ausencia de panfleto mientras la vida transcurría en algún nodo invisible entre el chico, vos, y yo, con la caída de la tarde de fondo y las luces que siempre se están apagando en alguna parte.

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domingo, 5 de octubre de 2014

| sueño |


En el sueño aparecía un productor farsante que necesitaba realizar un documental. Sobre música, proponía, e íbamos en auto recorriendo el under porteño, mirando tocar a muchas bandas diferentes, algunas mejores, otras peores, todas demasiado parecidas entre sí. Sobre literatura, decía después, y hacíamos otra vuelta por una serie de eventos literarios, buscando una personalidad interesante que no hubiera sido descubierta. El desfile de egos y máscaras vienesas terminaba por desanimarnos.

En un momento determinado, se hacía de día y nos encontrábamos a Marcelo Bielsa caminando por la calle. Le ofrecíamos subir al auto y alcanzarlo a algún lado. Yo me pasaba al asiento de atrás. En medio del camino, Bielsa contaba que en sus tiempos de futbolista, si bien era defensor, él nunca cometía una falta. "Yo corría al rival toda la cancha si era necesario, y hacía un esfuerzo superlativo por adelantarlo y sacarle la pelota, pero nunca lo tocaba, porque primero estaba el respeto a la persona, después la jugada". Veíamos videos de Bielsa haciendo corridas imposibles con tal de llegar a la pelota sin arriesgar la integridad del contrario. Era admirable cuando lo lograba, y aún más admirable cuando el rival se le escapaba. Bielsa podía perder un mano a mano, pero nunca la nobleza.

El productor farsante se relamía pensando que ya teníamos el documental. Yo miraba a Bielsa hablar, fascinado. Quería que fuera el padre que dos años atrás había dejado de tener.


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