En su última
novela, Lionel Asbo. El estado de
Inglaterra, Martin Amis dice —en boca de uno de sus personajes— que la pena
es como el mar: uno tiene que dejarse ir con la marea.
Durante los
últimos 12 meses aprendí o repensé muchas cosas. La llegada de los 37 me encontró
en ese mar, mucho más lejano y profundo de lo que yo había pensado. Pero al
menos ya entonces tenía, por primera vez en meses, un plan de regreso.
(El plan lo es
todo. La campaña. El placer está en el hacer, no en el triunfo, al menos
siempre fue así para mí, yo nunca sé muy bien qué hacer con los triunfos,
excepto buscar enseguida una campaña nueva.)
Durante los
meses mar adentro, tuve mucho tiempo para aprender cosas.
Aprendí, por
ejemplo:
> Que toda la
población del mundo cabe en Los Angeles, si todos estuviéramos parados el uno
al lado del otro.
> Que socialmente
podemos conocer bien (es decir, sostener en una estructura mental que pueda
diferenciarlas categóricamente) entre 100 y 230 personas a la vez durante un
mismo período de tiempo.
> Que el ojo
humano puede diferenciar 10 millones de colores.
> Cuál es la
explicación más coherente que existe para el déjà vu, pero también qué es el presque
vu y el jamais vu.
> Que comer
el hígado de un oso polar puede causar muerte por sobredosis de vitamina A.
> Que existe
un concepto llamado limerencia, y que
es una fatalidad analizarlo en el momento equivocado.
> Que si usás
un anillo, la cantidad de gérmenes que se acumula debajo probablemente supere
en número la población completa de Europa.
> Que un googolplex
(10^10^100) es un número imposible de
escribir porque ocuparía más espacio del que existe en el universo conocido
(Kasner, el creador, lo definió como «un
1 seguido de tantos ceros como sea posible escribir hasta quedar exhausto, dado
que es imposible completarlo»).
Y muchas otras
cosas. Bueno, sí, aproveché el tiempo para leer mucha trivia científica, estadística,
y miré muchos documentales sobre, básicamente, todo.
También aprendí
de una mujer que me encontré en una oficina burocrática uno de los peores días
de mi vida. Era todavía 2013 y yo no lograba dar con la presentación correcta
de unos formularios. La mujer que estaba delante de mí —pelo rojizo, edad
difícil de determinar, podría haber sido diez años mayor que yo o diez años
menor, flaca, con auriculares enormes y mirada categórica— terminó su trámite y
se estaba yendo del lugar cuando le hice una pregunta sobre el tema, ya atribulado
(evidentemente, la burocracia es como la kriptonita para mí). La mujer de rojo
me respondió algo que jamás entendí, pero le di las gracias y volví a los
papeles. Hacía calor, era una tarde horrible, de esas en las que llevás el
mundo sobre los hombros más que cualquier otro Sísifo de los que andan por ahí.
La mujer de rojo
volvió al minuto. Dejó en el suelo la mochila que llevaba, se sacó los
auriculares y me fue indicando ítem por ítem cómo había que hacer con cada
cosa. Debemos haber pasado casi media hora, mínimo veinte minutos. Me resolvió
el tema a pura voluntad, y después, cuando se iba, le agradecí con la que
supongo una expresión de alivio absoluto. Le pregunté si yo la podía ayudar en
algo, me sentía en deuda. Casi sin devolverme la mirada, me dijo algo que nunca
me olvidé, que me ha acompañado casi todos los días desde entonces. A mí no, devolvéselo al siguiente.
Sé que suena a
fábula moral. Whatever. Desde entonces tuve clarísimo algo que hasta entonces intuía
pero nunca había podido poner en palabras. Podríamos imaginar que existe una
vasija enorme en la que todos ponemos algo, una vasija universal, o comunitaria,
para pensar una escala más acorde. Siempre que podemos, dejamos algo para que alguien
más lo encuentre. De manera más directa o azarosa. Porque es fácil pensar en devolverle
algo a la gente que uno quiere, a los que siempre están. Más que fácil, es
lógico, sucede naturalmente todo el tiempo y crea puentes, no hay otra manera.
Pero me seduce especialmente la idea de hacer por hacer en sí. De ayudar al
extraño, del extraño que te ayuda, incluso —sobretodo— si no existe discurso al
respecto. ¿Cuánta gente habrá hecho algo por nosotros y jamás supimos que hubo
una mano detrás de algo aparentemente fortuito o azaroso? No se hace por la
recompensa: la recompensa de lo que hacemos la cosecharán otros, y como el
traspaso de las tradiciones, nosotros cosechamos lo que algún desconocido supo
sembrar antes. Ese desprendimiento fue quizás lo mejor que alguien pudo
enseñarme en este último año, pero además una de las ideas más liberadoras que una
persona me haya regalado en la vida.
Tal fue su
generosidad.
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