Ahora suena ridículo, pero entonces parecía un golpe tremendo a idea
de continuidad literaria, de cierto ejercicio inquebrantable en la constitución
de una obra a través del tiempo. Terminé ese año con una infecciosa sensación
de derrota, ya que había comenzado al menos unos cinco proyectos que fueron
quedando en el camino, a medio realizar.
De todos aquellos intentos, un manuscrito en particular me quedó
varado cuando llevaba un 90% escrito. Sé que suena ridículo, pero más fuerte
que mi obsesión por terminar una novela al año, era (y sigue siendo), la
necesidad de tener algo que explorar a través de la prosa, un terreno que
suponemos en algún sitio pero cuyas coordenadas no nos han sido confirmadas, o
mejor aún, posiblemente no exista por fuera de esta imaginaria cartografía,
pero la escritura está guiada por ese fin, por una búsqueda cuyo principio de
incertidumbre debe irse ampliando, no reduciendo: a medida que se avanza
sobre la trama, a medida que los personajes encuentran sus finales, yo necesito
sentir que he multiplicado las preguntas, que finalmente tengo las preguntas
correctas. De eso se trata: respuestas encuentra cualquiera.
Así que nunca terminé aquella novela.
En el 2014 arranqué con un proyecto nuevo, febril en el mejor de los
sentidos, de esos que te convocan a escribir y que no te sueltan, que abren grietas
en tu sentido de la comprensión de las cosas y la exploración de esas grietas
se vuelve el aliciente para poner palabras sobre papel. Terminé la novela unos
seis meses después, un libro de 250, 300 páginas, y
empecé de inmediato otra.
Pero desde entonces, superado el incidente del 2013, vengo pensando en el
sentido utilitario de las publicaciones. No hay nada como publicar tu primera
novela: es una sensación única, ves concretado en un objeto tangible todo un
mundo que estaba en tu cabeza y luego en algún recoveco de tu disco rígido. Y
luego te publican más, y es grato y por momentos se siente como un eco de
aquella primera vez, pero empieza a existir una especie de relación un tanto
despótica entre lo que se escribe y la necesidad de que lo escrito produzca una
utilidad: no hablo necesariamente de dinero, sino de la idea de que un libro debe
llegar a la mayor cantidad de gente posible. Lo cual tiene su lógica, la cual
es obvia, pero no necesariamente única.
A lo que me refiero es a que últimamente me seduce la idea de
escribir novelas para casi nadie. No me refiero a reemplazar el fin, me refiero
a complementarlo: uno sigue escribiendo ciertos libros que irán a publicarse
por editoriales que harán luego lo propio por difundirlos, por hacer que
lleguen a la mayor cantidad de lectores posibles. Pero hablo de otra cosa, de
complementar esas publicaciones con otras, con libros que uno considere
marginales (no inferiores, marginales) y que quizás sólo apetezca publicar en
una tirada ínfima, porque tal vez uno solamente quiere compartir esa porción de
su universo con un número muy breve de personas. Mejor todavía, llegar a la
novela de la que sólo se produzca un ejemplar, regalarle ese libro trabajado y
transpirado a una sola persona, como hace un pintor con su cuadro, un objeto
único, como hace un escultor. Escribir no para
alguien, sino reducir la circulación a una sola persona. Poder decir este libro es para vos, y ese libro, esa
pequeña porción de un universo más rico y más desperdigado, sea una especie de
ofrenda única.
Se es escritor porque se escribe —se trenza uno con la palabra para
intentar traducir sensaciones, imágenes, percepciones—, porque se produce una
obra a lo largo de los años, no por la cantidad de publicaciones o reseñas que
se consiguen. Entonces, creo, cabe imaginar la posibilidad de encarar la obra
propia como un continente en el cual hay países vastos, enormes, de los que
todos tienen conocimiento. Y pequeñas ciudades, o mejor, pueblos, campiñas, que
el mundo en su mayoría desconoce, y que con el tiempo serán o no parte del mapa
definitivo.
Una vez, un escritor, no recuerdo ahora quien, consultado sobre la
razón por la cual rechazaba contratos para reeditar algunos libros viejos,
decía: No adscribo a la tiranía del mercado, la gente está acostumbrada a que
si hay demanda, si puede pagar, obtendrá lo que desea; bueno, este libro, por más dinero que tengas,
no podrás obtenerlo. ¿Hay algo más democrático que eso?
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