Apenas una hora atrás, después de juntar valentía, entré a un Farmacity.
Entiendo que a la mayoría de la gente le puede resultar curiosa esta primera aseveración. Pero detesto los Farmacity. Los detesto racional e irracionalmente. Hubiera ido
a una farmacia de barrio, pero me queda unas 5 cuadras más lejos: ahora ya
sabemos la distancia de mis convicciones.
La cuestión es que en la puerta había una pareja. Veintipico largos los
dos. Ella, con los brazos cruzados, anteojos de marco grueso, cara larga y
flaca como el resto de su cuerpo. Una pierna apuntando al costado. Él,
tremendamente promedio: un poco más alto que ella, cara de tipo común, sin
ninguna gracia ni desgracia en particular. Y discutían. No a los gritos, era
algo menor. No se ponían de acuerdo en algo, no sé si en un plan puntual o en
algo que acababa de pasar.
Entré al Farmacity y me quedé pensando, mientras hacía la cola para pagar,
en cuán fantástico sería salir y decirles a ambos que la discusión que en este
momento es el centro de su presente absoluto, es totalmente intrascendente en
el gran esquema de las cosas. No digo en el gran esquema universal, sino en el
gran esquema de sus propias vidas. Sin ir más lejos, después de los 30 años, comienza el declive biológico de todo organismo humano. Hubiera querido poder transmitirles cuan saludable podía ser un rato de silencio, romper con el loop interminable del yo porque vos y vos porque yo.
Cuando salí del local del infierno, ahí seguían. La discusión era
más robusta, pero también cansina, un ejercicio de tedio, donde ambos esperan que el otro diga algo complemtamente fuera de tono y así poder poner esa expresión de no, bueno, ahora sí que te fuiste a la mierda. Estoy seguro de que no lo saben,
o lo saben en parte, pero ambos están esperando que el otro pegue el golpe
bajo. Porque así consiguen dos cosas: terminar la función con alguna suerte de éxtasis y, a la vez, sentirse
víctimas, uno por lo que ha escuchado, el otro porque sabe que fue llevado,
incluso manipulado, a decir semejante cosa.
Es histrionismo puro. La gran mayoría de las discusiones de pareja tienen
más de representación que otra cosa.
A la salida del local, ya no tenía ganas de decirles nada del gran
esquema de las cosas, simplemente calculaba que debían llevar algún tiempo juntos
(un año, dos, no mucho más), y que era evidente que el problema es que estaban
hartos. El uno del otro, tal vez, pero seguro, seguro, estaban hartos de sí
mismos. ¿Y cuál es el sentido de esas discusiones, si no buscar una fricción
que derrote el hastío? Nadie jamás ha resuelto una relación a través de ese
tipo de agarradas. Y es lógico. ¿Cómo podés esperar que el otro entienda algo
de lo que pasa por tu cabeza cuando ni vos sos capaz de entender del todo eso mismo? Inventamos esquemas para darle un sentido y algún tipo
de relato a lo que sentimos, a lo que creemos que sentimos, pero ni siquiera podemos
estar seguros de separar bien una cosa de la otra.
Me fui, antialergénico en mano, pensando intermitentemente en esto,
mientras sopesaba si era estrictamente necesario pasar por un cajero o si tenía
efectivo suficiente para evitar la odisea.
#