Veinticuatro años atrás, yo terminaba el secundario. Tenía pelo largo,
por debajo de los omóplatos, una púa como colgante al cuello, y llevaba un año
tocando guitarra y componiendo canciones, preocupado por saber qué iba a hacer
de mi vida una vez terminados los festejos.
Mi vieja me dejó una carta el día de la entrega de diplomas. Ese es el
recuerdo que más me viene a la cabeza desde que murió, un poco anunciado, un
poco de repente, dos semanas atrás: esa carta, a fines de 1994. La recuerdo
porque, con mi soberbia adolescente, me pareció llena de clichés, y, sin
embargo, nunca olvidé la línea fundamental, que insistía en que yo tenía que dejarme ser, no pensar tanto las
cosas, simplemente dejarme ser.
Bueno, malas noticias: nunca lo logré, ma.
Al día de hoy, ni siquiera sé muy bien cómo se logra eso. Mi cabeza
siempre va a una velocidad frenética, y no hay alcohol ni droga que me haya hecho
sentir menos neurótico entre aquellos 18 y estos 41. O tal vez un poco (y acá
me voy al chiché con mucho gusto, sin pensar en cómo será leído —mi lucha—), y creo
que por momentos lo encontré en el amor. Porque supe amar e incluso dejarme
amar, esto último con un poco más de dificultad, unas cuantas veces, e incluso
por largos períodos de tiempo.
Y, aun así, nunca logré hacer mía esa serenidad. Eso no quiere decir que
no haya hecho mil cosas de forma impulsiva, al contrario, pero casi siempre con
una profunda necesidad de entender, como un rabioso y turbulento jugador de
ajedrez (casi un oxímoron, esta idea), todas las ramificaciones posibles.
Poco antes de tu muerte, hablaba con una amiga de este tema. Por audios,
de esos que uno manda mientras patea la calle. Y con tu muerte, ma, también se
termina la generación que me precede en la familia. Ahora soy el más grande en mi
núcleo familiar. Ya no existe en el mundo una mirada superior sobre lo que hago
o dejo de hacer, así como tampoco ese escudo simbólico que implica el saber que
los padres existen, que están ahí.
*
Así que estamos en el día de tu cremación y yo estoy viendo como el
tiempo se dilata y contrae. Aparecen los familiares, algunos inesperados y
afectuosos, otros lamentablemente esperables (incluso aquel tío que me puso en
su lista negra desde las elecciones del 2015). Después de la ceremonia, todos
se van dispersos en autos y yo me quedo caminando el cementerio, dando vueltas
sin saber muy bien por qué. Me llegan mensajes de mucha gente, los que se van
enterando, pero la mayoría son parte de un blur amable y cordial, que me abruma
y no distingo. Aunque sí recuerdo algunos, ya desde la noche previa, cuando P
me ofrece venirse a acompañarme mientras tramito el tema del velorio, o el de
M, que se disculpa una y mil veces por no haberse enterado a tiempo, o el de F,
que rompe con un chiste para no ser solemne, y me arranca una sonrisa triste
pero bienvenida. Me propongo responder varios y por supuesto, no respondo casi
ninguno.
Todos tenemos unas 3 o 4 personas en el mundo de las que esperamos
siempre el gesto cálido, el refugio, el abrazo arropador, ya sea en gesto o en
palabra, en persona o por escrito. La mayoría aparece en alguna de estas
encarnaciones, mayormente a través de mensajes de audio sensibles y llenos de generosa empatía. Y también están los casos de inexplicable silencio, esa gente
que piensa que siempre habrá otro
momento para retomar la palabra, lo cual es bastante irónico cuando el
asunto es, justamente, la muerte.
Y algunas personas te dedican mensajes muy afectuosos a vos, ma. Ex
pacientes, amigos tuyos, amigos míos que te conocieron. En cada uno de ellos encuentro
algo que me reconforta. Me gusta saber que te querían o que sienten que les
tocaste la vida de alguna forma en algún momento difícil.
*
Y el mundo sigue, por supuesto, como siempre pasa. Supongo que esa es la
parte más difícil, esa sensación de que nada se detiene por tu muerte, como no
se detuvo por la de mi viejo o mi hermano, ni se detendrá por la mía. La
cotidianidad asimila todo suceso sin solución de continuidad y el impacto es
saber que ahí está la primera señal de que el proceso de olvido cósmico ya ha
comenzado.
Y hay obligaciones y cuentas que pagar, y burocracia (mucha burocracia)
que ordenar, y un departamento a desocupar y un resto de familia que contener,
y un trabajo al que regresar, y falta tiempo para poder saber cómo se siente
realmente todo esto. Para dejarme ser
con la pérdida, para enfrentar la cadena de emociones y los altibajos, porque
todo apremia y queda mucho por resolver y por ahora me arreglo hablando con una
o dos personas a las que a veces les suelto un vómito de sensaciones y eso
basta por ahora. Es mi escape, mi refugio. Eso es todo lo que tengo hasta que
venga el vendaval. Hasta que se terminen los trámites y papeleos y el verdadero
proceso pueda comenzar.
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